En los discursos políticos repiten que México es un país soberano y, por tanto, no debe tolerarse la intervención de ningún Estado en nuestros asuntos internos.
Quienes desde el gobierno invocan la soberanía, pretenden convencernos de que México es una isla sin vínculos con el exterior; y que ellos son los defensores de la libertad que radica en el poder de deliberar, decidir y actuar sin restricciones internacionales.
La soberanía comprende dos aspectos: al exterior se manifiesta como la independencia ante los demás países; al interior, corresponde a la supremacía del Estado sobre los individuos.
Sin embargo, la soberanía siempre ha sido debatida: unos la niegan; otros, simplemente, la ignoran.
En todo caso es una potestad restringida por la interdependencia social, económica y geopolítica entre países.
Esta interdependencia se reglamenta en los tratados internacionales que son contratos celebrados entre países para establecer derechos y obligaciones.
Así, pues, los tratados limitan la soberanía de los contratantes.
En México por disposición constitucional todos los tratados en materia de derechos humanos son parte integrante de la Constitución; y todos los tratados celebrados y que celebre el presidente y que haya aprobado y apruebe el senado en el futuro son la ley suprema.
Entre los principales tratados celebrados por México sobresalen: la Declaración Universal de los Derechos Humanos; la Convención Americana sobre Derechos Humanos, o Pacto de San José; y el Tratado de Libre Comercio entre Estados Unidos, Canadá y México.
Todos establecen procedimientos para denunciar los incumplimientos y sanciones para los infractores.
Por eso, ante el conflicto provocado por la reforma judicial, sería pertinente recapacitar acerca de las posibles violaciones a los tratados, para evitar sanciones económicas o, en el extremo, el ostracismo, esto es, el aislamiento o separación de nuestros principales socios.
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