El ex presidente Zedillo estuvo en México (reside en EU desde que dejó el poder) para cuestionar la recién aprobada y promulgada reforma al Poder Judicial, manteniendo la sintonía y la misma línea de cuestionamiento de la mayor parte de quienes la rechazaban: que se busca destruir al Poder Judicial para instaurar una tiranía, que es producto de una venganza presidencial muy personal y que resultará dañina para el crecimiento económico del país. Nada que no hubiesen señalado ya los opositores a la reforma.
La importancia de este posicionamiento no es lo que dice, sino quién lo dice. El ex presidente Zedillo es el autor de la anterior reforma al Poder Judicial. En efecto, a unos meses de asumir la Presidencia, Zedillo promovió la reforma que instauró el Poder Judicial Federal vigente y que duró la friolera de tres décadas. Su intervención actual, sin embargo, no fue para hacer un balance crítico de este período, o para plantear un nuevo modelo de impartición de justicia, sino para cuestionar una reforma que ya es mandato constitucional.
La reforma de Zedillo acortó el número de las y los ministros de la Corte, instauró la carrera judicial, le dio un perfil de máximo tribunal constitucional a la Corte, con la introducción de figuras como la controversia constitucional y las acciones de inconstitucionalidad, e instauró el Consejo de la Judicatura como tribunal de justicia y disciplina interna. Todo ello, con el propósito de otorgar a las y los jueces, magistrados y ministros, la máxima autonomía e independencia de gestión respecto a los otros dos poderes del Estado, el Legislativo y el Ejecutivo.
Sin embargo, la facultad de selección y nombramiento quedó de manera mancomunada a cargo del presidente de la República en turno y de la mayoría calificada de integrantes del Senado, lo que obligó a la búsqueda de acuerdo y negociación entre ambos poderes.
La visión institucional de esa reforma de 1995 fue esencialmente meritocrática y endógena, es decir, privilegió la carrera burocrática y dejó la vigilancia y evaluación en instancias internas (donde el juez o la jueza es, a su vez, parte); una visión muy en boga en aquellos años.
Habría sido más importante que el ex presidente Zedillo nos hubiese obsequiado un análisis razonablemente crítico, una especie de mea culpa, de cómo ese modelo de Poder Judicial contribuyó en gran medida a la crisis de justicia que hoy tenemos en el país.
Hablamos de una tasa de impunidad del 94 por ciento, de un rezago judicial del 75 por ciento, de un 85 por ciento de reos no sentenciados, de un promedio de siete años para dictar sentencias, de las y los jueces más caros del mundo, y de un costo estimado para quienes deben acudir a tribunales a obtener justicia de 7 mil pesos en asuntos administrativos, de 70 mil pesos en asuntos familiares y de 700 mil pesos en asuntos penales, dependiendo el caso.
Es decir, el ex presidente vino a defender un modelo de justicia cara, mala y tardía, en el cual la autonomía judicial devino en aislamiento social; la independencia de gestión, en alejamiento ciudadano, y la división de poderes, en confrontación de actores.
Que la ciudadanía elija a sus juzgadores, así como ya eligen a sus legisladoras y legisladores y a sus presidentes —y su presidenta—, lejos de ser una fuente de maldad o perversión política, es una fuente de legitimidad, independencia y autonomía que hoy por hoy no tiene ningún juez, magistrado o ministro.