A la mayoría, esta palabra nos alimenta los peores temores. Remite a una condición física o sicológica disminuida. Es lugar común decir que el bully halla cómplices entre aquellos que creen salvarse de la violencia afiliándose al bando del victimario
Hemos retomado creencias que antes nos hicieron mucho daño. No es la primera vez que la humanidad marcha sobre este camino desastroso y eso es lo que más sorprende, que lo estemos haciendo de nuevo.
La predilección por liderazgos a la vez arrogantes, pendencieros y mafiosos, que prometen resolver mágicamente todas las incertidumbres, ha ganado de vuelta el corazón de las mayorías, sin que la memoria sirva como vacuna o defensa para protegernos.
Donald Trump es el ejemplo más preciso de esta tendencia política, pero como él hay muchos individuos instalados en puestos de poder y otros más que en breve se añadirán al escenario global. Benjamín Netanyahu y su prepotencia, Vladimir Putin y su delirio de superioridad, el Ayatolá Ruhollah Jomeini y su fundamentalismo religioso, Recep Tayyip Erdogan y su autoritarismo impúdico, Nicolás Maduro y su populismo militarista, Nayib Bukele y su clasismo o Javier Milei y su delirio ultraliberal representan solo una breve muestra de este fenómeno imparable.
Dentro de los países, México incluido, este tipo de liderazgo se multiplica también. Hombres y mujeres que lideran a partir del menosprecio radical contra quienes asumen más débiles. Hemos abrazado de nuevo el darwinismo social que pregona la superioridad del más fuerte a la vez que impone contextos de vergüenza sobre la derrota o la debilidad de sus adversarios.
Hay una relación causal entre la emergencia del liderazgo pendenciero y la incertidumbre que experimenta la mayoría gobernada. Mientras mayor sea el miedo a no controlar las cosas, mejores condiciones tendrán estos sujetos para ganar voluntades. Ante las expectativas no cumplidas, el cerebro social exige la aparición de una suerte de mago todo poderoso que resuelva lo que la política no ha sido capaz.
El recurso es infantil y sin embargo funciona muy bien. Ante la amenaza real o ficticia de banderas susceptibles de agitar los grandes temores sociales —empobrecimiento, guerra, migración, inseguridad, enfermedad— la mayoría prefiere apelar a la narrativa intimidante del tirano.
Vale la pena detenerse aquí: el fenómeno del bully político no se debería a la personalidad o el carácter del líder, sino a partir de los rasgos psicológicos de las personas que configuran esa mayoría, puntualmente aquellos que, ante una circunstancia determinada de fragilidad, prefieren la gestión mágico-autoritaria de los asuntos comunes sobre otras formas de ejercer el poder.
En efecto, la emergencia de la política mesiánica tendría como correlato el horror por la fragilidad. No puede explicarse una cosa sin la otra. De ahí que cobre sentido colocar la lupa sobre la gestión que las sociedades contemporáneas hacemos de nuestra fragilidad.
A la mayoría, la sola mención de esta palabra nos alimenta los peores temores. Remite a una condición física o sicológica disminuida. Es lugar común decir que el bully encuentra cómplices entre aquellas personas que creen salvarse de la violencia afiliándose al bando del victimario.
Esto mismo sucede en la narrativa política. El horror que provoca la fragilidad propia termina legitimando un arreglo social que favorece el ánimo pendenciero, arrogante y agresivo.
¿Qué sucedería en una sociedad donde la vulnerabilidad no fuese valorada en términos negativos? ¿Cómo reaccionaría la mayoría si sus integrantes fuesen capaces de asumir que ser frágil no implica, en automático, estar del lado equivocado?
Nada más propio a la naturaleza humana que la vulnerabilidad. Somos una de las especies más sutiles del planeta. Ser vulnerable es parte principal de nues-
tra esencia.
No debe cometerse el error de confundir fragilidad con debilidad. Mientras lo segundo es una condición sicológica que impide enfrentar los problemas, el reconocimiento consciente de nuestras vulnerabilidades entrega la fuerza vital para superarlas.
En este sentido, vulnerabilidad y valentía son dos virtudes que caminan de la mano. Dice la psicóloga Brené Brown que la mejor manera de medir el coraje de una persona a la hora de enfrentar dificultades es hacerlo con su capacidad para asumir las vulnerabilidades propias.
Esto que aplica para las y los individuos sucede igualmente para los grupos humanos más amplios, incluyendo los países. Una sociedad que tiene miedo a sus vulnerabilidades es aquella a la que le falta coraje —valentía— para superarlas.
Añade Brené Brown que la vulnerabilidad es también condición indispensable para la empatía. Quien no se sabe frágil no es capaz de comprender la fragilidad ajena. Se convierte en un mirón que observa el escenario con distancia: no toma riesgos, no paga costos, no se atreve a salir de su zona de confort.
De nuevo, individuos y sociedades que no son capaces de explorar su vulnerabilidad, están inhabilitados para la empatía.
Queda como explicación para la emergencia de los liderazgos más arrogantes la preexistencia de sociedades incapaces de lidiar con sus problemas a través del coraje y la empatía que solo la asunción de la vulnerabilidad es capaz de entregar.