La Niña Oscura

Ciudad de México /
Para Max Ramos el mundo de las bibliotecas está habitado por fantasmas. Especial

El casero cumplió con su palabra. Cuando Max tocó a la puerta de la vieja casona el arrendatario se había ya marchado. Le citó a las diez de la mañana y aquel sábado él llegó quince minutos tarde. Todo por el olor de un tamal. En realidad, el librero, Max Ramos, arribó al vecindario quince minutos antes, sin embargo, en vez de apersonarse donde debía, mal calculó con que tenía tiempo de sobra para un segundo desayuno con el señor del canasto y la bicicleta que despachaba en la calle de Naranjo.

A la hora de pagar descubrió que, dentro de su cartera, sólo contaba con un billete de cien pesos. El comerciante pidió a Max que le cuidara el puesto mientras recorría los establecimientos del vecindario para conseguir cambio.

Transcurrieron cinco, luego diez y finalmente veinte minutos hasta que el tamal de Max se puso frío. Ciertamente el librero descreyó de la amenaza lanzada por su futuro casero. Por fin tocó, primero tímidamente, aquel portón de madera alto y herrumbroso. Sin suerte decidió estrellar la palma de la mano para corregir el yerro de su impuntualidad.

Ya se marchaba Max cuando alcanzó a escuchar un breve rasguño del otro lado del portón. Regresó sobre sus pasos y preguntó si había alguien ahí dentro. Nadie respondió con la voz pero percibió los arañazos, que bien pudieron haber sido de un gato, aunque luego siguió el sonido de un pasador metálico que se meneaba con dificultad.

Max se asomó por los agujeros que aquí y allá permitían mirar el patio interior de la casa, pero fue incapaz de distinguir a la persona que iba a sacarlo de aquella situación. Recién había rentado esa propiedad y sin embargo no iba a poder ingresar al lugar sino hasta que el casero regresara de vacaciones, diez días después. Eso cavilaba cuando, de pronto, crujió la madera. Del interior asomó el rostro de una niña de piel oscura y ojos muy grandes, tendría unos seis años, llevaba el pelo acicalado en dos trenzas perfectas y un vestido para usarse en día de fiesta.

—Se me quedó viendo, sin decir palabra y mostró un manojo de llaves —recuerda el comerciante de libros viejos—. Después, echó a correr calle abajo, dobló en Sabino y desapareció.

Max Ramos dio por sentado que, antes de partir, el casero se había compadecido de su inquilino y solicitó a la hija de algún vecino que hiciera la entrega de aquel manojo. Él probó que, además del acceso principal, las llaves abrieran las puertas de la zona denominada como Bajos Uno, de la casona ubicada en el número 141 de la calle Díaz Mirón.

Al librero le contaron que esa propiedad pudo haber sido del general Bernardo Reyes, quien fue gobernador de Nuevo León, cuando el Porfiriato, y padre de don Alfonso Reyes, grande entre los escritores mexicanos.

El vendedor rentó esa construcción para emplearla como bodega porque su mercancía ya no cabía en sus dos librerías: El Hallazgo y el Burroculto. Entre otras publicaciones Max necesitaba donde colocar, de manera ordenada, las colecciones de revistas que son parte de su acervo: Life, en español y en inglés, la Revista de Revistas, Siempre o los periódicos Esto y La Prensa.

También la biblioteca muda del escultor Reynaldo Velázquez: decenas de volúmenes empastados en yute y madera:

—Es mudo aquel libro cuyo título y autor no aparecen en el lomo y tampoco en la portada; el propósito es inhibir las intenciones aviesas del ladrón que quiera apropiarse de esos tesoros.

Dice Max Ramos que la aparición de la niña fue el primer suceso extraño experimentado en aquella casa. Sucedieron en los días posteriores las conversaciones acaloradas en las recámaras que, cuando el librero penetraba, también se volvían mudas, así como invisibles sus participantes.

Asegura que, por las noches, se escucha también el movimiento de muebles, cajas y otros objetos, lo mismo que ruidos sobre el techo raso, debajo de las vigas sobrevivientes. Durante el primer mes como inquilino contrató a un maestro albañil para que rompiera aquel raso y expulsara a los ratones. El trabajador reportó que no había encontrado ningún rastro animal en el sitio.

—No es sorpresa escuchar de vez en vez el juego de niños y pelotas que golpean contra los muros o canicas que ruedan en los pasillos.

Resignado, Max terminó por inventarse una suerte de ritual para asegurar una coexistencia pacífica. Antes de entrar cada mañana a su bodega pide ahora permiso a los amigos de la niña oscura que, a decir verdad, nunca pasaron de imponerle uno que otro susto.

Antes de montar La Niña Oscura, así se llama la bodega-librería que Max administra en la Santa María la Ribera, ya estaba acostumbrado a lidiar con sonidos extraños y también con fantasmas.

—Los muebles de los otros establecimientos son todos de madera y ese material trabaja, se encoge o se expande, según la época del año. Los libros lo saben y por eso no se asustan con las trepidaciones que, a veces, les hacen caer al suelo. Llevo treinta y cinco años conviviendo con sus páginas. Igual que ellos, fui ungido por el polvo. Desde niño me enviaron a vivir internados, una vez con las monjas y el resto con los uniformados. En esa época descubrí las bibliotecas. No fue que me interesara la lectura, sino la posibilidad de apartarme del bullicio. Tuvo que pasar tiempo antes de que descubriera dentro de esos volúmenes palabras que se tejían en mil relatos.

El librero Max Ramos no le teme a los fantasmas —narra— porque, desde la época que se refugiaba entre libros convivió con ellos.

—El mundo de las bibliotecas está habitado por fantasmas. Ya están muertos Juan Rulfo, Valle Inclán y Zolá y sin embargo gracias a sus obras se pasean impunes entre nosotros. Dejaron su rumor en lo que escribieron y también en las editoriales que les publicaron.

A la lista de los aparecidos se suman los lectores cuyas bibliotecas el librero compra para que esos libros sean leídos nuevamente por los futuros fantasmas de esta misma historia.

Max afirma que nunca volvió a ver por el barrio a la niña oscura. Tampoco se atrevió a preguntar a su casero por ella. ¿Para qué interrogar si la respuesta era obvia? Los fantasmas existen, cualquiera que haya leído un buen libro viejo lo sabe.


  • Ricardo Raphael
  • Es columnista en el Milenio Diario, y otros medios nacionales e internacionales, Es autor, entre otros textos, de la novela Hijo de la Guerra, de los ensayos La institución ciudadana y Mirreynato, de la biografía periodística Los Socios de Elba Esther, de la crónica de viaje El Otro México y del manual de investigación Periodismo Urgente. / Escribe todos los lunes, jueves y sábado su columna Política zoom
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