Ladrones de libros

Ciudad de México /

El mudancero anunció que el transporte había sido asaltado y que los malvados bandoleros cargaron solo con las cajas con cientos de ejemplares. ¿Cómo explicar que en un mundo donde ya nadie lee existan amantes de lo ajeno que se los lleven?

La cuestiónes que sus páginas suelen poseer una fuerte carga afectiva. Especial

Cometí el atrevimiento de cerrar el año aligerando el volumen de mi biblioteca. En mi departamento no hay espacio para un solo libro más y supuse que, rascando aquí y allá, encontraría alguno repetido o títulos que con el paso de los años habrían dejado de ser relevantes.

No es la primera vez que emprendo este tipo de aventura y, como otras veces, esta osadía abrió también fallas en el mar de mi memoria. Mientras comenzaba a apartar el polvo cayó sobre mi cabeza la anécdota de una biblioteca robada a unos amigos queridos.

Antes de contar lo propio, desvío la atención porque, aunque con seguridad alguno de ellos la habrá publicado antes, desde que me enteré de dicha historia he tenido pesadillas.

Fue Salvador, que en paz descanse, quien me la compartió hace años. Después de un largo matrimonio, él y Anamari decidieron separar sus respectivas bibliotecas. Contrataron para ello un camión que llevaría los libros de ella a su nuevo destino y luego los de él al segundo domicilio.

Pero aquellos volúmenes tan preciados terminaron en otras manos. Ante dos pares de oídos incrédulos, el mudancero anunció que el transporte había sido asaltado y que los malvados bandoleros cargaron solo con las cajas de libros despojando a sus dueños de algo más que páginas y portadas.

¿Cómo explicar que en un mundo donde ya nadie lee existan ladrones de libros? El mudancero alzó los hombros ante aquella enigmática interrogación, previo a sugerir que se pasearan por las librerías de viejo de la ciudad porque con seguridad ahí irían a parar aquellos bultos hurtados.

Salvador hizo como le dijeron, tomó a Anamari del brazo y cuadra tras cuadra ambos confirmaron que aquellos amantes de lo ajeno habían dispersado sus respectivos acervos en esos establecimientos donde jamás se pregunta por el origen legítimo de los bienes.

No sé cuántos libros recuperaron Salvador y Anamari, aunque me temo que habrán sido muy pocos.

Influido por el estado de ánimo de esta triste historia intenté seleccionar aquellos volúmenes de mi librero que no me causaría problema extraviar. Un criterio para arrojarlos a la caja de los ladrones fue que trajeran aparejado un mal recuerdo, o que el autor me cayera mal; también aparté los que fueron regalo de una persona a la que no quiero más, o los libros que leí en otra vida, apenas conectada con mi presente.

Encontré un primer ejemplar que cumplía con alguna de esas reglas, sin embargo, antes de despedirlo reflexioné sobre el problema que significaría si el autor lo descubría en una librería de viejo, ya que coincidentemente era él quien me lo había regalado. Podía ocurrir que, creyéndolo robado, el sujeto intentara regresar a mi vida cargando el ejemplar dedicado veintitantos años atrás.

Decidí mejor no deshacerme de los textos autografiados y pasé a revisar aquellos que, por obra de la humedad, el moho, o el descuido mientras los estaba leyendo, serían incapaces de sobrevivirme.

De estos tengo muchos, porque ya antes se han salvado de otros conatos de exterminio. La cuestión con tales ejemplares es que suelen poseer una fuerte carga afectiva y recorrer sus páginas se convierte en lo más parecido a una máquina para viajar al pasado. Esos volúmenes desprenden olores a comida, sexo, mar, montaña, felicidad o desasosiego y por tanto algún día podrían servir como material para esa autobiografía que jamás escribiré.

Pienso en la última publicación de Manuel Vilas, uno de mis escritores favoritos, que recién redactó una travesía similar y la llamó El Mejor Libro del Mundo. Aun siendo poco probable que me atreva a cometer tal emprendimiento, los libros ajados, los torcidos, los desencuadernados y también los más empolvados se salvaron esta vez del señor mudancero.

Mi voluntad de limpiador comenzó claramente a desfallecer. Tomé consciencia de ello cuando descubrí que alguien había tomado un relato de la colección de obras de Stefan Zweig: ¡no estaba en su lugar Cartas de una desconocida! Entre mis hijos hay uno que sin avisar suele adelantar su herencia y es a él a quien siempre culpo cuando aparece un hueco en los estantes.

El corazón dio un brinco y corrí a constatar si, como en el caso de Zweig, no habría otro autor preferido cuya obra estuviera también incompleta. A vuelo de pájaro me tranquilizó constatar que todo Paul Auster estaba en su lugar, lo mismo que Pierre Lemaitre, Vicente Leñero, Michel Foucault o Norbert Elias. Solo al último le faltaban dientes y es que de tanto promover su lectura he prestado un par de textos que los malagradecidos beneficiarios no han devuelto.

Metido ya en la lógica de hacer cuentas sobre mi haber literario decidí aprovechar para revisar que no hubiera omisiones en el material empleado para redactar los pocos libros que llevan mi firma. El acervo más voluminoso se debe a El Otro México, una crónica de viaje que publiqué a principios de la década pasada. Se suma a la anterior otra obra que se quedó a medias y que mi padre, antes de morir, me hizo prometer que un día la terminaría. Ésta es la razón por la que no me atreví a echar por el cubo de la escalera una sola de las referencias que podrían servirme para cumplir con ese compromiso pendiente.

Así transcurrieron tres días de asueto y no logré llenar siquiera una primera caja destinada a los lectores de segunda mano. En cambio, mi vida entera desfiló entre páginas que ya no hablaban de historias ajenas sino de hechos que viví por interpósita autoría.

Con todo, una necia voz dentro mi continuó reclamando espacio para los libros por venir. Sin ofrecer mayor argumento razonó que de no procurar un lugar para los libros nuevos, no habría dónde almacenar futuros recuerdos.

¿Será verdad? Una cosa es que las paredes de mi departamento tengan una superficie limitada y otra que la elasticidad de mi memoria deba adecuarse a los metros cuadrados del lugar donde habito.

La peor parte vino cuando compartí el dilema de la voluntad menguante con mi compañera de vida. Ella, más preocupada por el relleno del pavo que por mis cuitas soltó, como si no se me hubiera ocurrido: “¿y por qué no regalas tus libros a alguien que no los haya leído?”

Salí de la cocina refunfuñando; me pregunto si Salvador o Anamari se habrían atrevido a promover una idea tan malvada después de haber sufrido al mudancero que desatendió sus tesoros, muy probablemente coludido con los ladrones de libros.


  • Ricardo Raphael
  • Es columnista en el Milenio Diario, y otros medios nacionales e internacionales, Es autor, entre otros textos, de la novela Hijo de la Guerra, de los ensayos La institución ciudadana y Mirreynato, de la biografía periodística Los Socios de Elba Esther, de la crónica de viaje El Otro México y del manual de investigación Periodismo Urgente. / Escribe todos los lunes, jueves y sábado su columna Política zoom
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