Maestros a los que admiro he tenido varios, y más son las profesoras que ocuparon ese lugar. Sin embargo, Pedro merece un sitio distinto: fue el primero de todos ellos, pues fue él quien me convenció de que escribir podía ser una vocación
Saliendo de la presentación de un libro, un hombre se aproximó para saludarme. Calculé que podía tener mi edad y por tanto cabía que fuera un viejo compañero de escuela. Algo en los rasgos de ese rostro me pareció familiar, sobre todo el mentón recio y una frente masiva.
“Salón 67”, dijo a manera de introducción. Le divirtió que no fuera yo capaz de precisar su identidad, aunque quizá también temió que le hubiera borrado de mis recuerdos y es que la última vez que nos vimos fue hace casi 45 años.
Debo confesar que mi incapacidad para reconocerlo tuvo que ver con que el hombre me pareció más joven que yo. Entonces se decidió a ayudarme: “Soy Pedro, Pedro Ciprés”.
Tanto fue el asombro que únicamente atiné a interrogarlo por su barba. En mi memoria aquel mentón recio se escondía tras una barba envidiada por un niño de 11 años que soñaba con parecerse un día a su maestro.
Según mi recuerdo, Pedro entonces tenía 10 años más que yo; en ese momento de nuestras vidas aquel dato era un abismo. Por eso me costó descifrar con velocidad su identidad: ¿cómo fue que ese hermano marista, a quien yo miraba tan alto, en todos los sentidos, ahora tuviera mi misma talla?
Soy consciente de la gran tontería que estoy diciendo, pero estoy tratando de expresar otra cosa: en este encuentro se repitió la sensación que tuve cuando, muchos años después, visité la casa de mi infancia. Esas recámaras que parecían enormes se redujeron considerablemente de tamaño.
Supongo que me sucedería lo mismo si hoy ingresara al salón 67 donde Pedro Ciprés era el maestro titular de un numeroso grupo de imberbes estudiantes. La reacción de sorpresa que me provocó el reencuentro con este antiguo docente fue proporcional al impacto que él tuvo para mi biografía.
Maestros a los que admiro he tenido varios, y más son las maestras que ocuparon ese lugar, sobre todo en mis años universitarios. Sin embargo, Pedro merece un lugar distinto: fue el primero de todos ellos. Nuestro reciente encuentro me obligó a explorar los argumentos detrás de esta afirmación.
Algo tuvo que ver en ello el futbol. Me explico: todavía hoy, entre los varones mexicanos, no es bien visto el desapego con ese deporte. Pues hace 45 años, en el Instituto México, un colegio dirigido por hermanos Maristas, al que solo acudíamos hombres, estaba proscrito no venerar todo aquello que tuviera que ver con el balón.
Sin embargo, un par de años antes de llegar al salón 67 encontré que existía un pequeño grupo de exiliados a quienes cantar y tocar algún instrumento nos parecía más divertido que darnos de patadas.
No recuerdo que hubiera otra actividad cultural extraescolar, distinta a la coral, y por eso me anoté, junto con mi hermano. No previmos sin embargo que, entre guitarras, charangos y flautas, comenzaría ahí una experiencia profunda de adoctrinamiento ético.
Ubico este relato a finales de los setenta y principios de los ochenta del siglo pasado. Refiero también a dos jovencísimos religiosos, Pedro y Tony, que nos enseñaron, sin avisar, las letras de una época latinoamericana que cantaba sus revueltas.
“Si te quiero es porque sos, mi amor mi cómplice y todo…”, recitábamos mal entonados esos niños sin saber que aquella poesía de Mario Benedetti estaba labrando la historia de toda una generación. “Yo te nombro libertad”, articulábamos, junto con el pez en la pecera y el pájaro enjaulado, para luego dar paso a la única canción cuyas notas puedo aún tararear a la perfección:
La interpretaron Sergio y Estíbaliz y habla de una menor dedicada a la prostitución: “La llamaban Piel y ella lo sabía, lo sabía y explotaba su niñez, hasta que un día la tarde se lo dijo: ‘cuídate, cuídate, cuídate’”.
¿Por qué escogieron Tony y Pedro esas canciones tan cargadas de conciencia social? Puedo responder que aquel coro de niños y sus jóvenes líderes veinteañeros significaron un refugio inolvidable para mi primera identidad ideológica. No fue un acto inocente y quizá por ello se volvió definitivo ya que las ideas más nobles se introdujeron en mi cabeza preadolescente gracias a su música.
Cuando llegó el momento de inscribirme al sexto año de primaria supe que quería tener como titular a uno de esos maristas de la coral. No me equivoqué. Dentro del aula Pedro Ciprés era tan buen docente como instructor de guitarra fuera de ella. En sus clases de gramática fue él quien me convenció de que escribir podía ser una vocación. Supo decir esas palabras que, a temprana edad, me entregaron seguridad sobre habilidades que aún no sabía que eran mías.
Recuerdo también sus clases de historia y hasta el gusto que con él despertaron en mí las matemáticas. Es por todo lo anterior que, con el paso de los años, cada vez que he tenido la oportunidad de elogiar el oficio docente, Pedro Ciprés estuvo en mi cabeza.
Después del salón 67 vinieron los oscuros años de la pubertad y extrañé no toparme con un profe que me inspirara de la misma manera. Creo que fue en preparatoria cuando me enteré de que Pedro había abandonado a los hermanos maristas: corría el rumor de que se había enamorado de otra joven idealista.
Alguien más me aseguró que, en la realidad, se había decepcionado de la Iglesia y del Vaticano.
“¿Te quitaste la barba?”, atiné a balbucear y luego le pregunté si seguía tocando la guitarra. Él sonrió y me entregó una tarjeta de presentación con los datos actualizados de su presente: Pedro Ciprés, magistrado federal.
Mi sorpresa se elevó como un globo propulsado por aire tibio; mientras tanto, alrededor de nosotros el bullicio nos empujaba a fijar un encuentro en otro escenario menos agitado.
“¿Toca que te corten la cabeza el año próximo?”, conjeturé suponiendo que tenía ante mí a una víctima más de la odiosa reforma judicial.
Pedro sonrió con aquella misma sencillez de cuando tenía 21 años: “No les va a ser tan fácil destruir la justicia”. Lo reconocí entonces tal cual fue y siguió siendo todos estos años.
Pedro y su alumno se prometieron una cita de amigos para recuperar los años ocurridos desde que ocupé por última vez aquel pupitre del salón 67, donde ese profe fue el primero en decirme que, si me decidía, podría de adulto dedicarme a escribir.
@ricardomraphael