La Plaza de las Tres Culturas es hoy un monumento a la indolencia pese a que es un lugar donde se entrelazan momentos clave de la historia mexicana. Siempre que nuestra sociedad ha vivido un hecho fundamental, aquí pasa algo importante
El cadáver de un zapato tenis yace indiferente sobre la cantera rota. A los pies de la parroquia de Santiago Tlatelolco le acompañan cáscaras de naranja, botellas sucias de plástico y mierda.
Son los restos de una enfermedad social que quiere destruir la memoria de este sitio extraordinario.
Las fosas azules, imaginadas hace más de medio siglo, no saben que un día fueron espejos de agua. Tampoco los muros pintarrajeados con garabatos infantiles tienen noción de haber sido convocados, tiempo atrás, para ser utopía. Así llamó alguna vez el escritor Carlos Monsiváis a Tlatelolco.
Hoy, a nadie parece importar esta ciudad desechable: la Plaza de las Tres Culturas es en el presente un monumento a la indolencia.
Hace más de seis siglos, en Tlatelolco se fundó el mercado más grande del continente americano. Doscientos años después, en esta misma coordenada se libró la peor batalla entre europeos y mexicas.
Sobre ese cementerio de cuarenta mil cadáveres se fundaría más tarde el Colegio de la Santa Cruz. Ahí, fray Bernardino de Sahagún entreveró las razones de una nueva identidad cuando los sabios de la cultura originaria y los escribas venidos del otro lado del océano salvaron sus mutuas representaciones: fiestas, filosofía, comercio, dioses, gobierno y un enciclopédico etcétera reunido en lo que hoy se conoce como el Códice Florentino.
En contraste, con las piedras arrancadas a los templos tlatelolcas se erigió la parroquia de Santiago, primera entre las construcciones que reunieron de manera indisociable nuestras contradicciones. No es difícil encontrar en sus paredes vestigios de una deidad antigua, aprovechados para acoger la prédica de los nuevos evangelios.
Desde esta misma coordenada igual partió la primera locomotora mexicana. Sucedió casi al mismo tiempo en que se publicó la Constitución liberal de 1857, abuela de la que actualmente nos rige. A partir de Tlatelolco se viajaba hacia Ciudad Juárez y también en dirección al océano Pacífico.
Juan Rulfo, en su faceta de fotógrafo, capturó aquellas serpientes de fierro, así como a los animales que recorrían su lomo. Fue entonces cuando el México posrevolucionario reinventó a Tlatelolco para proponerle como emblema del país moderno e industrioso.
En 1960 el tren fue sustituido por el cemento y el hormigón. El gobierno nacional encargó al arquitecto Mario Pani que desarrollara un proyecto ambicioso de vivienda popular. Así surgió la unidad habitacional Nonoalco-Tlatelolco. Cuando uno mira esos edificios emerge la sensación de un Estado en el que los recursos públicos no escaseaban.
Entre las excentricidades de Pani se encuentra el jardín de Santiago, que parece de la época porfiriana, solo porque este arquitecto se dio el lujo de reproducir, exacta, la plaza de San Marcos de la ciudad de Aguascalientes.
En el complejo habitacional se edificaron 102 edificios que albergaron a 11 mil 916 departamentos y más de 2 mil cuartos de servicio. Fue entonces que se desenterraron las construcciones prehispánicas y junto a ellas se elevó una torre diseñada por el arquitecto Pedro Ramírez Vázquez. Esa torre redondeó el concepto de las tres culturas reunidas alrededor de un mismo epicentro.
Esta recopilación de hechos desnuda la importancia de Tlatelolco en la historia mexicana, pero la narración no termina aquí. En 1968, sobre la misma tierra en que fueron masacrados los guerreros de Cuitláhuac, perdieron la vida varias decenas de jóvenes estudiantes a manos del poder militar. Ese día el régimen surgido de la revolución se presentó ante el resto del país y del mundo como insoportablemente autoritario. Luego vino el terremoto de 1985 y el desplome del edificio Nuevo León que sepultó a los caídos de la naturaleza y la corrupción.
Igual que las capas de la tierra que se traslapan con el paso del tiempo, Tlatelolco es un lugar donde se entrelazan momentos clave de la historia mexicana. Siempre que nuestra sociedad está viviendo un hecho fundamental de su biografía, en este sitio pasa algo importante.
Con tal provocación haciendo ruido en la cabeza me pregunto, ¿qué quieren decir en el presente el basalto fracturado, el zapato abandonado, los espejos secos de agua, los muros maltratados con majadería o la renuncia a la memoria?
Si Tlatelolco ha significado lo que fuimos, es porque ahí se refleja también lo que aspiramos a ser. Rescatar Tlatelolco es rescatar la memoria y resistir frente a las tentaciones de la ciudad desechable.
Antes de pensar en nuevas utopías, bien haríamos en recuperar este patrimonio entrañable de la ciudad de México.