La ambigüedad y el sexo se llevan mal. Había imaginado todos los escenarios menos ese. En mi cama esperaba una mujer desnuda. Sus senos exigían una respuesta pronta y, sin embargo, una puerta invisible me detuvo en el umbral de la recámara.
La vasca no podía saberlo y yo tampoco me atreví a confesar que mi deseo apuntaba en otra dirección: horas antes ambos habíamos sido engañados, yo a mitad y ella completamente.
Aquel otoño viajé a París para pasar el fin de semana con otra persona, alguien por la que estaba dispuesto a ir más lejos de lo que debía. Creí que si ambos recorríamos de nuevo las plazas y las calles donde nos habíamos besado meses atrás, terminaría por convencerla de que se quedara conmigo.
El sorprendido fui yo cuando la mujer de mi deseo arribó a la cita acompañada por una joven vasca que parecía actriz de cine. Hay ojos que uno no olvida después de haber sido mirado por ellos.
Aún no había caído el sol cuando, entre cervezas, pude descifrar la explicación que hasta ese momento nadie me había proporcionado. La mujer de mi deseo tenía un pretendiente —lo llamaba novio— que también vivía del otro lado de los Pirineos. Se llamaba Juan y ella se refería a su persona como si se tratara de un aristócrata.
Pues la chica vasca resultó ser hermana del mejor amigo del tal Juan. Yo que me había inventado que el noviete ese era irrelevante y ahí estaba esa chica, frente a mis narices, con su pelo negrísimo y su sonrisa fácil para confirmar que el adversario efectivamente existía.
Cuando propuse visitar París aquel fin de semana, la mujer de mi deseo pudo haberse negado. También tuvo la opción de eludir la visita del mal tercio. Eligió en cambio juntarnos a los tres. Tuvo para ello que acomodar los caballos de madera de tal manera que con sus enjuagues el carrusel no descoyuntara: a la vasca le dijo que yo era un amigo de infancia —casi un hermano—, cosa que no era mentira, pero omitió confesar que el verano anterior, ya siendo novia de Juan, nuestros cuerpos habían traicionado los límites permitidos por el falso parentesco.
Para completar el engaño, antes de mi llegada colocó en el oído de aquella chica las palabras justas para que ella fuera capaz de imaginarse una aventura amorosa de esas que, en París, todo visitante quisiera coleccionar. No alcanzo a medir cuánta propaganda recibió, aunque tengo como evidencia el que la mujer de los ojos bellos me haya tratado con coquetería antes incluso de terminar la primera cerveza.
Si aquellos labios me hablaban con seducción no se debía al esfuerzo invertido por mi persona, sino al trabajo madrugador que mi casi hermana emprendió, no como Celestina, sino para asegurarse una coartada en caso de que el tal Juan preguntara qué flautas tocaba yo por París durante aquellos últimos días del otoño.
El enredo me molestaba como una piedra en las entrañas, de esas cuyo daño no es insoportable, aunque podría serlo. Me resulta difícil explicar por qué no abandoné el juego: ¿Quería saber hasta dónde era capaz de llegar mi casi hermana? ¿O quizá era yo quien estaba explorando mis propios alcances?
El parecido de esta narración con la novela de Laclos, Las amistades peligrosas, no me pasó desapercibido. Como, desde el siglo dieciocho, bien explicó el buen Pierre, todo triángulo amoroso, para sostenerse, necesita de secretos cuyas consecuencias son forzosamente injustas.
En el barrio Latino hay una cueva en la que se baila jazz durante la madrugada. Ahí han ocurrido centenas de historias memorables, como cuando la resistencia se escondía a conspirar durante la invasión Nazi. Hoy, para resistir en aquel sótano bastan condición y ánimo para no rendirse ante el calor, el sudor y la agitación de la marea humana que abarrota el lugar todos los viernes y sábados del año.
Al bailar, la vasca tenía la misma gracia de sus ojos en todo el cuerpo. En cambio, mi casi hermana, que tanto se había esmerado en maquillar nuestras relaciones peligrosas, nomás no pudo sostener el ritmo; era como si la trama urdida en su cabeza se le hubiera enredado contra los pies.
La mujer de mi deseo necesitaba estar en control y por ello, al perderlo, le dio por hacer desfiguros. Aprovechó cuando la vasca se ausentó para plantarme un beso de esos por los que me decidí a visitarla aquel fin de semana en París. Acto seguido me reclamó porque no cabía en su cabeza que yo pudiera traicionarla así. Tomé a broma sus palabras devolviéndole un par de caricias íntimas que ella no rechazó.
Ya caminaba la vasca hacia nosotros cuando la mujer de mi deseo pronunció su última sentencia: mientras estuviera con Juan nada podría pasar entre nosotros.
Un trago más de cerveza me ayudó a recomponerme y los tres volvimos a la pista. Bailamos hasta que la vasca propuso que saliéramos a caminar al borde del río para recuperar el aliento. Entonces mi casi hermana dijo que estaba agotada y propuso que la alcanzáramos después de la caminata en el departamento donde yo me estaba quedando.
Cuando las relaciones comienzan a tres, es complicado que sobrevivan a dos. Sucede igual que con una silla: si una pata se quiebra las restantes no resisten en pie. Mientras sorteamos la vasca y yo el empedrado, el frío se metió bajo nuestras ropas y, aunque intentamos vencerlo, algo había en el rompecabezas de nuestros cuerpos que no terminaba por empatar.
La tensión sexual que nos había atravesado por horas saltó al agua y se escapó siguiendo la silueta de la corriente. Entre broma y broma fuimos capaces de reconocerlo y adelantamos el regreso al refugio que nos aguardaba.
El sol aún no había logrado superar el horizonte cuando llegamos al inmueble rentado aquel fin de semana para otro propósito. Ambos cruzamos la sala tratando de no hacer ruido porque nuestra mutua amiga se había instalado sobre un sillón, dejando libre la única recámara del departamento.
No me creí que mi casi hermana estuviera dormida. Debajo de aquel bulto dispuesto en posición fetal había un corazón perverso que no la dejaría en paz hasta conocer el desenlace de sus fabricaciones.
Mi casi hermana no fue capaz de suponer cuánto la necesitábamos. Apenas volvió a estar presente, la comezón extraviada en el río regresó a nosotros con virulencia. La vasca entró primero a la recámara porque yo desvié mis pasos para tomar un vaso con agua. En realidad, quería saber si el cuerpo escondido en el sillón de la sala tenía algo más por decir, antes de ser expulsado definitivamente del triángulo.
Me decidí a cruzar el umbral de aquella recámara cuando el amanecer se dibujó sobre el contorno perfecto de ese otro cuerpo tan despojado de dudas.