La fatwa

Ciudad de México /

El viernes pasado, mientras se disponía a dar una conferencia sobre el asilo necesario para escritores en peligro, Salman Rushdie fue apuñalado por Hadi Matar, un chico de 24 años, de Nueva Jersey y abierto simpatizante de Hezbollah y del régimen shia cuyos ayatolahs acogotan a Irán desde la revolución del 79.

Matar subió al escenario donde Rushdie acababa de sentarse y apenas estaba siendo presentado para apuñalarlo furiosamente; hicieron falta cinco personas para quitárselo de encima y, ya sujetado, siguió acuchillando el aire. La hoja de metal le reventó al escritor un ojo, los nervios del brazo izquierdo, el cuello y el hígado, dejándolo sedado y con un pulmón artificial luego de largas horas en cirugía. Apenas ayer pudo respirar por sí solo.

El pecado original de Rushdie fue haber rescatado a fines de los años 80 un par de párrafos o versos, entre el número 20 y 21 de la sura An-Najim, que fueron borrados del Corán por aludir con devoción a una trinidad de deidades primigenias y femeninas protectoras de la Mecca: Al-lat, Al-Uzza y Manat. El alegato posterior de los clérigos anoretensivos fue que el Profeta los escribió al creerlos inspirados por Allah cuando en realidad fueron inspirados por Satán; cuando Rushdie reencuadra así el canon monoteísta, el ayatolah Khomenei, urgido de legitimarse entre sus duritos, alega blasfemia y en 1989 lanza una fatwa, es decir, un edicto de muerte contra el escritor y contra todos aquellos involucrados en la producción o distribución de la obra: “Llamo a los musulmanes del mundo a que rápidamente ejecuten al autor y a los editores del libro, para que nadie más se atreva a ofender los valores sagrados del Islam”. Todo buen musulmán, en cualquier lugar del mundo, debía asumir la orden como un deber primario, con el martirio y sus huríes de recompensa en caso de perecer en el proceso. El editor noruego y el traductor italiano fueron atacados gravemente, y el traductor japonés fue asesinado poco después.

Luego de una década escondido, con guardaespaldas británicos armados hasta los dientes, huyendo de casa en casa —en los primeros seis meses se movió más de una cincuentena de veces—, viviendo bajo nombres falsos en una clandestinidad humillante, el nuevo gobierno iraní del presidente Sayyid Mohammad Khatami declaró en 1998 que ya no estaba interesado en apoyar la fatwa. Eso en modo alguno significó que ésta dejaba de existir; el sucesor del clérigo Khomenei, Ali Khamenei, retomó que la fatwa seguía en pie y, a la fecha, hay una bolsa de cerca de cuatro millones de dólares por la cabeza del escritor. Con todo, Rushdie decidió establecerse en Nueva York y comenzó a hacer una vida relativamente normal, pudiéndosele saludar en las fiestas del PEN o ver en uno y otro escenario sin mayor seguridad de por medio. El escritor se volcó desde entonces al activismo en pro de la libertad de expresión, y en ese marco estaba por dar la conferencia del pasado viernes.

Rushdie solía decir que, a pesar de todo, “debemos atesorar la creencia de que el triunfo del mal es evitable”. A veces, eso cuesta más trabajo que otras; sobre todo cuando Irán está a pelos de estrenar su poder nuclear.

Roberta Garza

@robertayque
  • Roberta Garza
  • Es psicóloga, fue maestra de Literatura en el Instituto Tecnológico de Monterrey y editora en jefe del grupo Milenio (Milenio Monterrey y Milenio Semanal). Fundó la revista Replicante y ha colaborado con diversos artículos periodísticos en la revista Nexos y Milenio Diario con su columna Artículo mortis
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