Sin maíz no hay país

Ciudad de México /

En agosto del 2023 Estados Unidos le pidió a los árbitros del T-MEC dirimir su inconformidad en torno al decreto presidencial expedido por López Obrador en el 2020, prohibiendo la importación de grano transgénico para tortillas y ordenando su sustitución gradual por maíz no modificado en forraje y alimentos industrializados. Ese mismo 2023 los gringos nos vendieron casi 19 millones de toneladas métricas de maíz. Con o sin decreto, somos el principal importador de maíz amarillo estadunidense del mundo. ¿Por qué? Pues porque ese es el problema de convertir en políticas públicas los eslóganes de campaña: aunque le pese a nuestro himno nacional, el otrora fértil campo mexicano, tras décadas de corrupción, de nacionalismo charro y de ineptitudes oficiales, nomás no nos da para la autosuficiencia alimentaria. Así, hoy tenemos hambre, pero es un hambre digna, un hambre orgánica, un hambre con gorgojos ancestrales y ecológicos: es el hambre del bienestar.

Esta semana el panel internacional falló rotundamente a favor de Estados Unidos, y los ánimos nacionales ardieron. Ya saben: sin maíz no hay país, sin esquites no hay desquites, sin tortilla no hay jiribilla y lo demás. La Presidenta dijo que acatará, pero que no sólo mantendrá la prohibición de la siembra en suelo mexicano, sino que le dará rango constitucional, faltaba más.

No está claro de qué manera eso ayudará a nuestros campesinos, que se verán aún más maniatados ante la presencia en los mercados de un grano más nutritivo, menos delicado y con menos merma con el cual, literalmente, no pueden competir. Al margen de lo anterior, México alega la necesidad de proteger su gastronomía, su salud pública, su biodiversidad y los usos y costumbres de sus pueblos originarios. Todo esto suena muy digno, y sin duda merece ser discutido pero, como argumento comercial, hace agua.

Primero que nada, porque el maíz llamado nativo que consumimos en México tiene muy poco qué ver con el maíz originario, cuyas mazorcas enteras medían apenas lo que un dedo, más pareciendo pequeños racimos de sorgo o de mijo que los jugosos granos tamaño chícharo que desde la fundación de Aztlán los hijos del águila engullimos con tanto gusto: la diferencia se debe a siglos de selección y de modificación genética, aunque no haya sido en un laboratorio. Segundo, porque, aunque es cierto que evitar la contaminación entre cepas es problemático, la realidad es que no hay evidencia científica sólida que indique que los transgénicos son un peligro para los humanos o para las mazorcas, sobre todo si la moneda de cambio es el hambre, la pobreza y la escasez. Sin mencionar que esa contaminación se dará de cualquier forma; no es como que los aires y las aguas se van a detener justo en nuestras fronteras. Y tercero, porque suena muy poco creíble que quienes devastaron la selva Lacandona por un caprichito del patriarca, contaminando cenotes y ríos subterráneos por mera indolencia y llevándose a los jaguares entre los rieles sin mover una pestaña, se rasguen hoy las vestiduras erigiéndose como los guardianes de la tierra.

A otra mazorca con ese glifosato.


  • Roberta Garza
  • Es psicóloga, fue maestra de Literatura en el Instituto Tecnológico de Monterrey y editora en jefe del grupo Milenio (Milenio Monterrey y Milenio Semanal). Fundó la revista Replicante y ha colaborado con diversos artículos periodísticos en la revista Nexos y Milenio Diario con su columna Artículo mortis
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