Dos días después de la firma de los Tratados de Letrán, en febrero de 1929, mediante los cuales el Reino de Italia (y a partir de allí, el resto de la comunidad internacional) aceptaba la soberanía de las 44 hectáreas de la Santa Sede en el Vaticano, el papa Pío XI reconocía el papel central que en ello había desempeñado el primer ministro Benito Mussolini. Así que se refirió al líder fascista como “el hombre que la Providencia nos ha hecho encontrar”.
En suma, que Mussolini era, de acuerdo al Sumo Pontífice, un enviado de Dios. Me puedo imaginar que, quizás, Pío XI se pudo haber arrepentido de sus entusiastas palabras cuando años después tuvo que enfrentar la acometida del fascismo sobre las organizaciones católicas, sobre todo las juveniles. Pero el pasaje muestra, y nos permite recordar, que el endiosamiento de los dirigentes políticos, hecho por los propios líderes religiosos, no es algo extraño. Y suele suceder cuando no hay una separación entre el Estado y la Iglesia, o cuando se diluyen sus fronteras.
En ese caso, los ministros de culto, como en las épocas antiguas donde los sacerdotes eran un apéndice del poder político, funcionan prácticamente como funcionarios del Estado, al servicio del mismo. Así fue en Francia, a lo largo del siglo XIX, donde los ministros de los cuatro cultos públicos reconocidos oficialmente (católico, luterano, reformado y judío) eran asalariados del Estado francés y, por lo tanto, considerados (ambiguamente, si se quiere) funcionarios del Estado. Una relación parecida existe todavía hoy en los países de tradición y mayoría ortodoxa, donde alrededor del concepto de “sinfonía”, las autocéfalas Iglesias y el poder político se funden en propósitos identitarios y culturales.
El problema surge cuando un Estado y su Iglesia en sinfonía pretenden absorber un territorio con todo y creyentes, como lo estamos viendo hoy en Ucrania. De por sí, las cosas ya eran complicadas por la existencia de dos Iglesias en Ucrania que se disputaban la legitimidad religiosa; una más o menos obediente al patriarcado de Moscú y la otra pretendiendo crear una Iglesia propia, autocéfala, como suelen ser las ortodoxas. Así que el apoyo irrestricto del Patriarca de Moscú a la invasión de Ucrania, tiene tanto tintes religiosos (pues hay una condena al liberalismo moral de Occidente), como elementos propios de esta particular forma de concebir las relaciones entre la Iglesia (en singular, porque apenas se toleran otras) y el Estado.
El apoyo del Patriarca de Moscú y de todas las Rusias, Cirilo (Kiril) I, a la invasión de Ucrania, no es más que la manifestación más reciente de los problemas que conlleva el sostén, por las razones que sean, del poder religioso al político. Desafortunadamente, el endiosar a políticos, definirlos como personas enviadas por la Providencia divina, convertirlos en la encarnación (es decir el espíritu hecho carne) de la nación, es algo que sigue siendo común en el mundo. Y obviamente, hacer de un hombre un Dios, o simplemente su instrumento, suele terminar mal para muchos. A veces, hasta el propio hombre que la providencia escogió. Si no me creen, pregúntenle a Mussolini.
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