Antes de morir deshidratado, con la piel reseca como una cuerda áspera, El Pequeño naufragó seis días y noches en el mar profundo. Durante casi una semana flotó bajo un sol abrasador y en la soledad de la negrura del Golfo de México. Cuando por fin hallaron su cadáver éste apareció a 400 kilómetros de su pueblo, la comunidad de Barra de San Pedro, en Centla, Tabasco, flotando en la orilla de una playa sin turistas. La fauna marina le había devorado media cara y su cuerpo estaba tan hinchado que su esposa apenas lo reconoció por un tatuaje en la pantorrilla derecha: el nombre de su hija pequeña, Vanessa.
Unos dirán que El Pequeño murió porque la paupérrima lancha con la que se metía hasta aguas profundas para pescar camarón no aguantó que un enorme buque de Pemex le pasara muy cerca; que las olas se elevaron tan alto que la pangua se volteó aventándolo lejos de su salvavidas y como no sabía nadar se aferró a su hielera hasta que sus brazos no pudieron más y se sumergió en agua salada.
Otras personas, como yo, decimos que El Pequeño murió a causa de la explotación laboral. En Barra de San Pedro, Tabasco, casi todos los hombres se dedican a pescar y vender camarón, pero las condiciones de trabajo son tan terribles que todos los días se juegan la vida. Morir en altamar incluso parece, para algunos, un descanso a una vida dura condenada a trabajos indignos.
Por ejemplo, los pescadores como El Pequeño deben endeudarse por años para comprar una lancha de segunda mano y luego un motor que puede costar 40 mil pesos. Luego, deben comprar cañas, anzuelos y redes especiales para atrapar el camarón. Todo eso sale de sus bolsillos y, a cambio, las empresas camaroneras les llegan a pagar hasta 10 pesos el kilo de mariscos, el mismo que en los restaurantes de Ciudad de México se vende hasta en 400 pesos por 100 gramos.
Sus ingresos son tan bajos y sus deudas tan altas, que viven al día. Apenas tienen para comer y vestir. La recreación es un lujo que no conocen. Sus hijos salen rápidamente de la escuela ante las carencias económicas y se integran a un mercado laboral informal y precario como rebanadores de tripas de pescado. Como los pescadores no tienen el dinero suficiente para comprar gasolina e ir al mar y volver al puerto todos los días, se internan en el mar profundo por días enteros para solo volver a tierra firme hasta que tengan suficiente para vender. Al hacerlo todas sus jornadas laborales se convierten en trampas mortales.
Los pescadores sobreviven por días en el mar profundo con galletas saladas, trozos de atún o pescado blanco y botellas de agua que meten en una hielera junto con una gorra y mangas de plástico. La mayoría de las lanchas ni siquiera tiene una estructura que les permita pasar las horas bajo un techo de sombra. Duermen a la intemperie en sus panguas, en posición fetal y cubiertos apenas con plásticos viejos, orando para que los buques de Pemex los vean y no los despedacen, para que los piratas que le roban a las plataformas petroleras no les quiten los motores o que no caiga una tormenta que los haga naufragar por días y morir con los pulmones llenos de agua salada y la piel ajada por el sol.
Las mujeres de Barra de San Pedro han aprendido que en cualquier momento se convertirán en viudas. Muchas están casadas, pero viven como madres solteras: sus esposos pescadores llevan años, meses o semanas como desaparecidos invisibles, porque sus familiares no tienen dinero para poner una denuncia por extravío. Un dolor punzante las recorre todos los días desde aquella mañana en que sus esposos saltaron a sus lanchas a buscar camarón y jamás volvieron. Aunque ellas dicen que a sus seres queridos se los devoró el mar; yo estoy convencida que se los tragó la ambición de algunos por maximizar sus ganancias minimizando el respeto humano.
El caso de El Pequeño es el de muchos pescadores en Barra de San Pedro. Ese pueblo está repleto de “los otros muertos y los otros desaparecidos”, como sucede en casi todas las costas del país: estas tragedias se replican en Sinaloa, Nayarit, Guerrero, Tabasco, Veracruz. Son las víctimas silenciosas de prácticas ilegales que aún persisten en la industria pesquera, que representa unos 38 mil millones de pesos anuales en México, según la Comisión Nacional de Acuacultura y Pesca.
Por ellos es que este año uno de nuestros mayores objetivos será luchar por el trabajo digno y acabar con la explotación laboral, tal y como lo demandan los artículos 21 y 22 de la ley general contra la trata de personas en México. Muy pronto les diremos lo que estamos preparando para atacar este grave problema. Por ahora, confiamos en que empresarios sensibles y consumidores conscientes nos ayudarán a que 2020 sea el punto de arranque para erradicar las condiciones de esclavitud que hoy persisten en las costas mexicanas y garantizar que en un futuro muy próximo que el plato de comida que se sirva en un restaurante estará libre del sufrimiento que conlleva la explotación laboral.
Esas metas para 2020 también incluyen la creación de, al menos, un refugio para víctimas de explotación en cada entidad del país. Actualmente, solo hay siete en México, insuficientes para una nación donde 57% está en riesgo de caer en una red de trata de personas, según la organización internacional Walk Free. Iremos por los 25 refugios que nos faltan para que cualquier sobreviviente pueda tener su Hoja en Blanco y empezar una nueva historia.
Lo haremos por todas y todos. Con la memoria de El Pequeño en mente, el de su esposa y el de su hija pequeña, Vanessa. Nunca más un pueblo donde la explotación laboral haga que las mujeres que tienen “suerte” recojan los restos de sus esposos náufragos en algún Semefo tras meterse al mar a ganar un sueldo que se hace agua en las deudas que tienen con sus mismos empleadores.
Nunca más un pueblo donde las niñas vayan a la costa a preguntarle al mar cuándo les piensa devolver a sus padres que salieron a trabajar por un sueldo de miseria y jamás regresaron a darles un beso.
* Presidenta de la Comisión Unidos contra la Trata. Denuncia explotación laboral al 5591292929. Twitter: @rosiorozco