‘Amaos los unos a los otros’ José Garibi Rivera

  • Vesperal
  • Tomás de Híjar Ornelas

Jalisco /

Nisi dominus edificaverit domum, in vanum laboraverunt qui ædificant eam.


“Si el Señor no construye la casa, en vano se cansan los albañiles” (Sal. 126, 1), dice en nuestra lengua la frase latina estampada en el friso de la Catedral de la Asunción de María, corazón de la cruz de plazas, el elemento urbano más distintivo de la capital de Jalisco que estampó su huella en 1952, echando al suelo inmuebles de valor grandísimo en la época más funesta para el patrimonio edificado de la ciudad, la del Gobernador Jesús González Gallo (1947-1953), que la modernizó abriendo avenidas para los automotores y edificios altos para giros comerciales y despachos a costa sobre la fisonomía antañona de Guadalajara.

Pero como también es la señal más tangible del pontificado más largo de una Iglesia particular que comenzó su andadura en el tiempo en 1548 –es la XXIII en ostentar este rango en el continente americano, lo cual no es poco decir–, algo debemos decir aquí del tapatío don José Garibi Rivera (1889-1972) al tiempo que se cumplen 50 años de su muerte.

Al caer la tarde del 28 de mayo del 2022 las bóvedas de aquel recinto cobijaron, como hace medio siglo, a muchos deseosos de recordar a don José Garibi Rivera, que de los 83 años de su existencia 60 de ellos fue como presbítero, 42 como obispo y 14 como cardenal (el primer mexicano en serlo), en cuatro etapas bañadas de luces y de sombras que aquí iremos desgranando.

La que lo vio nacer y en la que se crio y educó, fue luminosa para quienes libaban las mieles del orden que ciertamente trajo al comercio –ocupación de toda su parentela, desde su tatarabuelo vasco que se avecindo en Zapotlán el Grande a mediados del siglo XVIII– la dilatada gestión en la presidencia de México de Porfirio Díaz, pero triste para la gente menuda o para un huérfano de padre a la edad de 4 años y con una familia a merced de los agiotistas que apenas sí salvó algo para subsistir. Eso, ahora caigo en la cuenta, debió ser su mejor estímulo ya en el Seminario Conciliar para solventar la pensión mediante becas de aprovechamiento.

La de presbítero del clero de Guadalajara (1912-1929), que incluye sus servicios como docente y su estancia en Roma de 1913 a 1916 para doctorarse en teología, cuando ya la guerra se ensañaba en Europa y no menos en México, y que le permitirá ya de nuevo en su patria chica y en los 13 siguientes años, recorrer todo el escalafón clerical, desde los oficios más humildes –vicario parroquial en Totatiche, Atotonilco el Alto y la Capilla de Jesús antes de ser oficial segundo de la Curia, algo menos que un amanuense–, hasta los más encumbrados cuando esos escaños eran de lo menos pingüe y deseable, los de la guerra cristera, que sobrellevó oculto en Cuyutlán, aldea enclavada en las barrancas que ciñen al valle de Atemajac por el viento noroeste.

La de obispo, auxiliar de Guadalajara, 1929 y arzobispo coadjutor con derecho a sucesión, 1934, convertido en el más abnegado y cercano colaborador de don Francisco Orozco y Jiménez, al que sucederá los 33 años que sigan a su deceso, en 1936.

Y su etapa como arzobispo de Guadalajara, Cardenal elector (1958) y dimisionario de esta sede (1969), que le sirvieron para organizar el primer sínodo diocesano (1938), el II Concilio Provincial Guadalajarense (1954) y participar en todas las sesiones del Concilio Ecuménico Vaticano II ya revestido como miembro del senado de la Iglesia universal.

Para reconstruir su diócesis luego de la persecución religiosa don José Garibi supo mantener en las parroquias colegios, catequesis gradual y grupos apostólicos. Restauró el Seminario Conciliar por dentro y por fuera y vinculó a los actores sociales desde todas las trincheras bajo un solo propósito, articular lo que se fragmentó en 1910.

Todo ello le permitió cerrar su periplo existencial a tenor del segundo verso del salmo 126, que aún puede leerse en el friso del Palacio de Gobierno de Jalisco: “Nisi Dominus custodierit domum, in vanum vigilant qui custodiunt eam” (Si el Señor no guarda la ciudad, en vano vigilan los centinelas).

Y eso consiguieron las voces de una de las obras culturales que alentó y sostuvo Garibi Rivera, la Escuela de Música Sacra, que bajo la batuta del Mtro. Carlos Gálvez ofreció un marco emocional y sonoro muy digno, tachonado con pasajes del Réquiem en do menor para coro mixto, de Luigi Cherubini, que se estrenó el 21 de enero de 1817 en la Abadía de San Dionisio de París, en el homenaje luctuoso a Luis XVI, en el aniversario 23º de su ejecución pública.

Honor y gratitud a quien tanto hizo por armonizar la familia jalisciense desde su base y que al tiempo de su muerte sólo pidió para su sepultura en epitafio que condensa su crudo sentido del realismo y honestidad: “Los restos de un pobre pecador aquí descansan. Rogad a Dios por su alma”. Descanse en paz tan esforzado tapatío.

Tomás de Híjar Ornelas


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