El Plan de Iguala ante su Bicentenario

  • Vesperal
  • Tomás de Híjar Ornelas

Ciudad de México /

Sin condiciones favorables para conmemorar el bicentenario del Plan de Independencia de la América Septentrional, lanzado el 24 de febrero de 1821 en la ciudad más importante de la zona que servía también de madriguera al principal reducto de guerrilleros de la Tierra Caliente, que comandaba el caudillo Vicente Guerrero, por lo que le conocemos bajo el título más sintético e inofensiva de ‘Plan de Iguala’, tampoco podemos dejar que la fecha se nos escape sin recordar al menos lo que el calendario cívico recuerda nada más en tanto presentación pública del antecedente más cercano de nuestro lábaro patrio, la bandera del Ejército Trigarante.

Cada una de sus bandas diagonales, sabemos, evoca el lema religión (el blanco), independencia (el verde) y unión (el rojo), esto es, los postulados enarbolados a favor de esa causa por el sagaz militar Agustín de Iturbide: la fe católica como garantía de que en la Nueva España, convertida en Imperio Mexicano, no tendrían lugar los excesos que los propulsores del liberalismo peninsular sí lograron en la Madre patria (la desamortización española de 1836 al 37); la separación absoluta de este suelo del trono español (no del monarca reinante ni de su dinastía, a menos que no aceptaran ceñir la corona) y el reconocimiento jurídico, ante la ley, de todos los seres humanos como ‘ciudadanos’, más allá del color de su piel y parentela.

Y claro, el éxito de la conjura se obtuvo gracias al acuerdo que todos los jefes de gente armada alcanzaron, incluyendo a los insurgentes, al grado de alentar y sostener una breve campaña que a la vuelta de siete meses y sin catastróficos daños en vidas humanas y pérdidas materiales, hizo posible el arribo del sobredicho Ejército Trigarante a la Ciudad de México, para firmar, un día después, el Acta de la Independencia.

Empero, también fue el principio del fin del apenas nacido Imperio Mexicano, del caudillo que no perderá la ocasión para ceñir la corona y de casi todos los que a su lado coincidieron en un objetivo común, cortar los lazos jurídicos con España, pero ya sin ellos sentirse al garete entre dos cosmovisiones: la antañona y la burguesa.

¿O alguien duda razonablemente ahora que el torrente de pasiones desbordadas ya por Francia e Inglaterra como por los Estados Unidos sólo tuvo en común la búsqueda voraz de ganancia en términos del individualismo capitalista y a favor de la razón y la ciencia en sus versiones más pedestres, que luego se reconocerán como el ‘mito del progreso’, y que entre nosotros producirán, como paradigma supremo, lo que Alexis de Tocqueville analizó de forma tanto más precoz como clara en su insuperable obra De la democracia en América?

Nos encontramos ahora ante el horrendo vacío que una voracidad individualista y rampante ha cavado en lo más profundo e íntimo de lo que lejos de aniquilar, España tuteló y sostuvo en las Leyes de Indias: los derechos humanos y el derecho internacional. ¡Lástima que la idolatría al becerro de oro y otros vicios no menos viles nos llevaron a sentirnos miserables porque no adorábamos a Mammón!

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