Sí, pero antes entre peñoles, pues la única fundación del conglomerado de este nombre tuvo lugar el 5 de enero de 1532, en un lugar indeterminado del hoy municipio de Nochistlán, al sur de Zacatecas, en una soberanía en pañales pero ya reconocida como Reino de la Nueva Galicia.
En efecto, si nos atenemos a la segunda acepción que el Diccionario de la Real Academia Española reconoce al vocablo ‘fundación’: “principio, erección, establecimiento y origen de algo”, la ciudad que hoy sirve de capital a Jalisco y presume ser la segunda en importancia de México y una de las de mayor relieve en el continente americano es la que nació en la fecha citada y en condiciones harto caprichosas, la de no ser un pueblo de indios entre decenas y decenas que sí lo fueron.
Gracias al Lienzo de Tlaxcala, elaborado en 1552 para acreditar las pretensiones de los súbditos de esa jurisdicción que con el rango de ‘conquistadores’ participaron en el proceso que entre 1530 y 40 aprovechó tanto la buena disposición de las culturas del occidente mesoamericano ya propensas a congregarse en caseríos como las condiciones para imponerla a quienes hasta entonces vivían dispersos, tenemos noticias como se ensanchó por acá la soberanía del trono español, fundando ‘pueblos de indios’, categoría que no tuvo una población que entre 1532 y 42 ocupó tres sitios –no ‘fundaciones’– antes del definitivo, provocado este último por la guerra de los peñoles, al grado de ser la Guadalajara de Indias un efecto concomitante del fracasado propósito del Gobernador del Pánuco, Nuño de Guzmán para trazar una ruta que uniera el Atlántico con el Pacífico en pos de la del lejano Oriente por el Occidente.
No lo consiguió, aunque sí darle vida, con el nombre de su patria chica y en una comarca árida y de geografía muy accidentada, con apenas 42 cabezas de familia –vecinos, se decía entonces–.
Empero, él mismo, a la vuelta de poco más de un año, viendo la nada estratégica ubicación del caserío y la falta de agua, dispuso su mudanza al suroeste, en el dilatadísimo valle que cercan los caudales del río Verde y el río Grande, siempre y cuando se establecieran sin cruzar por el mismo viento la barranca que sirve de frontera septentrional a Tonalá.
Más como en desobediencia a su mandato sí lo hicieron los primeros tapatíos entre 1533 y 35, por órdenes de Guzmán cogieron de nuevo sus bártulos para mudarse al sitio antes acordado, que hoy lleva el nombre de Tlacotán.
Allí, el 29 de septiembre de 1541, luego de pocas pero muy algunas angustiosas horas de asedio, en las que a duras penas salvaron la vida del cerco que les impuso un contingente muy copioso de insumisos cazcanes, aquellas gentes decidieron reubicar su burgo –que en papel y letra ya ostentaba el título de ciudad y hasta el derecho de usar escudo de armas–, al centro del valle de Atemajac, como en efecto se hizo en un día impreciso de febrero de 1542.
Considerando lo expuesto, este 2022 comienza una doble cuenta regresiva para el medio milenio de Guadalajara, el de su fundación en el 2032 y el de su asiento definitivo en el 2042, coyuntura favorable para restituir a esta capital, desde una gran visión de cuatro lustros, los muchos motivos que tiene para seguirlo siendo y más ahora que partir del 23 de abril ostentará el rango de ‘Capital Mundial del Libro’ y con ello ocasión para emprender cuantas acciones se propalen a favor de los dos motivos que mejor distinguen las bondades de Guadalajara, su gente y su clima.
Tomás de Híjar Ornelas