A la vuelta de 120 años de su nacimiento, el 12 de marzo de 1902, en la capital de Jalisco –día del mártir San Ramiro y que esa vez también lo fue del aniversario 320 de la canonización de San Isidro Labrador, Santa Teresa de Jesús, San Ignacio de Loyola, San Francisco Javier y San Felipe Neri (“cuatro españoles y un santo”, a decir de los italianos)–, uno ve el derrotero existencial de Luis Ramiro Barragán Morfín, el arquitecto que más hondo ha calado como mexicano en el ámbito internacional, y sólo así entiende la síntesis portentosa que nos propuso quien supo unir lo más pequeño a lo más grande con idéntica atención y cuidado, a saber, la calidad del ámbito donde uno vive, la casa, junto con “el espacio construido donde vive el hombre”, el hábitat.
Fue la suya una vida larga y de disciplina que abarcó casi todo el siglo XX. Muy joven y ya con los créditos académicos de ingeniero civil y arquitecto emprendió un legendario viaje de dos años por Europa y regresó de él trayendo consigo la esencia del espíritu mediterráneo, luz y espacios abiertos, que luego recreó diseñando casas habitación en las colonias tapatías.
En el mejor momento para eso, 34 años, optó por quedarse en la ciudad de México, donde desarrolló lo mismo un fraccionamiento que es modelo de respeto a la naturaleza y el paisaje, el de Jardines del Pedregal de San ángel (1945), que una capilla de cautivador minimalismo y aptitud infinita para la trascendencia del espacio sagrado, la del monasterio de las Capuchinas en Tlalpan.
En su patria chica hizo otro tanto, dejándonos un ramillete copioso de obras de juventud como otra de su madurez en la planificación del fraccionamiento residencial Jardines del Bosque (1955), que hizo casi a la par del desarrollo de Ciudad Satélite (1957), con las cinco torres en forma de prismas triangulares que a ruegos suyos diseñó Mathías Goeritz; vinieron luego el fraccionamiento residencial Las Arboledas y el Club de Golf la Hacienda.
Dejó en marcha el de Lomas Verdes, asesoró el proyecto del Salk Institute, en la Jolla, California, e hizo, en mancuerna con su casi paisano Andrés Casillas de Alba (“el último de los genios de la arquitectura mexicana”, se ha escrito de él), para la Cuadra San Cristóbal y la casa Egerstrom.
Su participación, de 1969 a 1973, de proyectos que no cuajaron (el plan maestro de Cano, para el estado de México y el del fraccionamiento El Palomar, del que se conserva el diseño de las torres y ahora el deseo de recrearlas) y la ejecución de la Casa Gilardi (1974) cierran su periplo en el gremio, no así los reconocimientos que con toda justicia derivaron de ello, los premios Nacional de Ciencias y Artes (1976), el supremo del Pritzker (1980), el Jalisco (1985) y el Nacional de Arquitectura (1987).
Los jaliscienses tenemos la custodia, para descargo de nuestra conciencia, tantas veces irresponsable en estos menesteres, a través de la Fundación de Arquitectura Tapatía, de su casa de Tacubaya, que ahora además de su nombre cuenta con la protección de la UNESCO desde el 2004, pues la incluyó en la lista del Patrimonio Mundial –caso único en Iberoamérica– por juzgarla “una obra maestra dentro del desarrollo del movimiento moderno, que integra en una nueva síntesis elementos tradicionales y vernáculos, así como diversas corrientes filosóficas y artísticas de todos los tiempos”, y que lo mismo es un jardín que una terraza, la celda de un monje o la troje donde se almacena cereales y aperos de labranza (libros, restiradores, planos, en este caso).
Allí murió piadosamente, el 22 de noviembre de 1988, sepultándosele en Guadalajara y ahora en el brazo norte de la cruz de plazas, que sin ser obra suya si tiene algo de un legado enorme y digno de respeto y conocimiento.
Tomás de Híjar Ornelas