Mored
Para Ángeles en su cumpleaños.
Por casualidades de la vida me tocó participar en la construcción y siembra de un parque desde sus inicios hace 34 años. Quienes habitamos las ciudades solemos saber muy poco acerca de los misterios de otras formas de vida que no sean la nuestra y, particularmente, no sabemos casi nada acerca de la vida de las plantas y los árboles. Sus ritmos, sus ciclos vitales, sus años de vida según su especie, su capacidad de sanar ante plagas, resistir los incendios, retoñar de la nada, aguantar las sequías y la adversidad, resistir al ser humano. Casi nada sabemos.
Hace 34 años, sobre la Tierra desnuda de lo que fueran las orillas de una laguna de la ciudad de Puebla, una vez medio rescatado el cuerpo de agua, empezamos a plantar a su alrededor los árboles que íbamos consiguiendo en los escasos viveros públicos. También en los árboles hay modas. En la época de Lázaro Cárdenas se pusieron de moda los eucaliptos, una especie australiana muy resistente a los climas extremos, pero con inconvenientes hacia los árboles locales de México porque las características que les permiten ser grandes sobrevivientes, inhiben el crecimiento de otros árboles locales. Cárdenas fomentó la siembra de eucaliptos por todo México sin averiguar más allá. Luego esa moda pasaría. A finales de los años 80 del siglo pasado se pusieron de moda los alamillos italianos porque crecían muy rápido y su follaje verde tierno los hacía muy atractivos. Su vida es corta y se plagan fácilmente, pero su inmediatez engañosa nos animó a sembrarlos. Al pasar el tiempo notamos sus defectos y fuimos aprendiendo y sembrando árboles más adecuados, privilegiando lo local e investigando cuáles eran las especies más convenientes para sembrarse junto al agua. Primero empezamos a sembrar ahuehuetes, que al encontrar el hábitat ideal, crecieron de una manera fantástica e increíble hasta volverse unos gigantes muy serios en menos de 30 años. Unos años después empezamos a experimentar con un árbol precioso de la sierra norte de Puebla que se llama liquidámbar, xochicotzo u ocozote. Su nombre significa bálsamo en náhuatl y su resina tiene muchos fines curativos. Sus hojas se parecen a las del árbol del maple, hojas de estrella con tres a cinco picos triangulares y el conjunto de su follaje es hermosísimo. En otoño e invierno su follaje se vuelve rojizo y cae. Es un árbol hermafrodita que da semillas macho y hembra por igual. Vive en bosques altos y húmedos y es la única especie de este género que vive en ciudades mexicanas. Del venerado ahuehuete, cuyo significado en náhuatl es “ el viejo del agua”, el amado Tule, hermanos del gigantesco árbol de Oaxaca, ¿qué puede uno decir que lo explique en toda su belleza? Lo más importante es que su medio natural es el agua, junto a los ríos, pozas, lagunas. Esas dos variedades de árboles llegaron al parque más o menos al mismo tiempo. Cuando tienes ante los ojos un inmenso lugar pelón, a las ramitas de los árboles recién nacidos los siembras dejando 7 metros entre uno y otro y te imaginas que nunca llenarán el espacio. Ni que decir lo mal que valoramos el tiempo de su crecimiento. A los humanos diez años nos parecen una vida y veinte, una eternidad. Cuando lees “en veinte años pueden llegar a medir 15 metros de altura”, piensas que ese tiempo nunca llegará. Pues bien, llegó. Dando una vuelta para revisar la salud de los árboles y la necesidad de retirar algunos para el mejor desarrollo de los más valiosos, la semana pasada, caminando con mi queridísima y experta colaboradora, nos topamos con dos ejemplares preciosos, sanos, de copas equilibradas, sin un defecto: un ahuehuete de 17 años junto a un liquidámbar de 17 años también. Ahí estaban, uno junto al otro; sentimos que los habíamos sembrado apenas ayer, cuando sustituyeron a unos álamos que ya no daban para más. Los siete metros entre uno y otro que nos parecieron lejísimos entonces, se habían cerrado hasta trenzar las ramas del ahuehuete con las ramas del liquidámbar. Y entonces, cual fatuas diosas o tiranas que deciden sobre la vida de los otros, pensamos que uno de los dos tendría que irse para que el otro alcanzara todo su esplendor. Al abrir la guía profesional de árboles pretendiendo tomar una decisión científica y racional, leerás lo siguiente: el liquidámbar puede llegar a medir 40 metros de altura y vivir 150 años en un clima como el de Puebla. El ahuehuete tiene una vida media de 500 años, pero en condiciones idóneas puede vivir mil, o muchos más. Pues nada, 150 años contra 500 o mil condenaba al liquidámbar al sacrificio. Afortunadamente, por algo existe la noche y el tiempo de la reflexión. ¿Quién demonios se siente uno para decidir sobre el destino de seres que de entrada nos sobrevivirán por mucho? Ese liquidámbar es un niñito de 17 años, el ahuehuete un bebé de meses. ¿Qué sabemos nosotros, seres de tan corta vida y cortísima entender acerca del trato, los acuerdos secretos y la convivencia que pueden establecer dos árboles a lo largo de su existencia, tan hermosos , plantados uno junto al otro, aparentemente indefensos, impotentes e inamovibles, pero llenos de recursos y estrategias para la sobrevivencia y la convivencia? Ellos tienen el no medir el tiempo a su favor. Ha quedado resuelto. Ninguno de los dos se irá por decisión nuestra. Nos verán irnos, eso sí es seguro. Y no sé porqué, pensando en esto, recordé una parte del poema de Jaime Sabines de Los amorosos:
“Los amorosos viven al día, no pueden hacer más, no saben.
Siempre se están yendo, siempre, hacia alguna parte.
Esperan,
No esperan nada, pero esperan...
Los amorosos juegan a coger el agua, a tatuar el humo, a no irse, juegan el largo, el triste juego del amor”.
Esos son esos árboles, los que no esperan nada, pero esperan. Y yo soy esa tonta, la que sueña con tatuar el humo, controlar destinos, embellecer lo que no necesita ser embellecido, la muda testigo de la maravilla que es vivir sin expectativas, tan solo venerando la hermosa vida.