En algún momento, navegando por las redes sociales, seguramente nos hemos encontrado con videos que muestran la solidaridad de los animales. Escenas conmovedoras de elefantes ayudándose a cruzar ríos, aves que comparten alimento con otras especies o perros que cuidan de sus dueños en situaciones adversas.
Pero, ¿qué pasa cuando no es un video, sino algo que presencias directamente?
Días atrás, tuve la (des)fortuna de vivir uno de esos momentos. Circulaba por una calle ya entrada la noche, esa hora en la que la fauna local aprovecha para moverse libremente. De pronto, un chillido desgarrador rompió el silencio. Frente a mí observé un grupo de mapaches.
Uno de ellos yacía tirado en el asfalto, probablemente atropellado minutos antes.
Lo que ocurrió a continuación me dejó impactado. Los mapaches rodeaban a su compañero caído, empujándolo con sus patas y hocicos hacia el costado de la calle, como si ejecutaran un rescate cuidadosamente coordinado.
No pude evitar pensar en los equipos de élite militar, pero esos mapaches, sin entrenamiento ni jerarquías visibles, superaban con creces cualquier muestra de valentía o compañerismo que haya visto entre humanos.
Me detuve a grabar el momento. Sin embargo, algo en mí se resistió a documentar más allá de lo necesario. Tal vez fue el respeto por la escena o la tristeza de no poder hacer más por ellos.
Por el retrovisor, vi cómo lograban su objetivo: llevar al mapache herido hasta la entrada de un canal de desagüe. En ese instante, solo pude desearles que su compañero sobreviviera.
Los animales, a menudo receptivos ante la necesidad humana, nos recuerdan que la verdadera empatía no depende de la especie, sino del corazón.
Esa noche me fui con una reflexión difícil de ignorar. Los animales, a quienes a menudo subestimamos como "instintivos" o "salvajes", nos muestran con sus acciones una nobleza que a veces nos falta.
Mientras ellos cuidan de los suyos sin esperar nada a cambio, nosotros, los supuestamente civilizados, seguimos siendo testigos de actos atroces: un hombre golpeando a una mujer, un niño abandonado, un vecino ignorado en su necesidad.
Lo que presencié no fue solo una anécdota, fue una lección. En un mundo que parece cada vez más indiferente, tal vez sea hora de dejar de mirar hacia abajo a los animales y empezar a aprender de ellos.
Dedicada a Mi Todo, Dug y Luna