El segundo piso de la opinión pública

Ciudad de México /
Templete usado por el mandatario en su conferencia matutina de Palacio Nacional. ARACELI LÓPEZ

Primero la señora de rojo, luego la señora de atrás y ya con eso cerramos las participaciones —dijo el moderador del evento, ante un auditorio casi lleno y con varias manos levantadas. —Falta la maestra Casandra, el señor de allá y la señora que quiere participar otra vez —contestó José Hernández, el editor del libro Helguera: caricaturista, que estábamos presentando. Luego volteó hacia mi lado, seguramente vio mi cara de preocupación por el temor de que el evento se extendiera demasiado, y me dijo tranquilamente: —A la gente le gusta que la escuchen.

Eso, tan obvio, no parece que lo entiendan fácilmente los grandes medios de comunicación. Sin embargo, el 2 de junio, el rugido de la decisión mayoritaria del electorado cimbró incluso a ese poder —al mediático— hasta entonces intocado por la voluntad democrática.

El modelo de comunicación política inaugurado por la llamada cuarta transformación tuvo como eje la conferencia matutina del presidente López Obrador. Ya hemos hablado en otras entregas de cómo la mañanera no ha sido solo un espacio para comunicar, sino una herramienta para gobernar: desde ahí se dicta la agenda diaria, se desmienten bulos, se da proyección a comunicadores que están fuera de los circuitos tradicionales y se hacen del conocimiento del propio Presidente algunos reclamos y preocupaciones de la ciudadanía. Todo esto en un contexto de recorte drástico del gasto gubernamental en publicidad oficial —ante el descontento de las empresas que se beneficiaban de él— y la consecuente reconfiguración del ecosistema de medios.

Pero hay dos cosas más que ha hecho la mañanera y que probablemente expliquen el panorama que se empieza a dibujar para el próximo sexenio.

Una de ellas es haber invertido, por llamarla así, la “pirámide de opinión”. Desde que la llamada “opinión pública” existe, siempre se ha generado a partir de ciertos círculos de élite —por lo general conformados por los llamados “expertos”— y, de ahí, a través de los medios de comunicación masiva, permea hacia el público general, que suele —o no— adoptar esa opinión como propia.

Para que el modelo funcione, la opinión “experta” debe presentarse como objetiva, neutral y ajena a intereses políticos —siendo, paradójicamente—, que moldear o conducir lo que la gente piensa sobre los asuntos públicos es el epítome de la acción política. Lo que hizo Andrés Manuel López Obrador con su conferencia matutina fue invertir esa pirámide. Ahora, lo que la gente piensa de los asuntos públicos es lo que se difunde desde el atril en la voz del Presidente, que va recogiendo estos sentires en sus giras por el país. Cambió, entonces, el paradigma: ahora la opinión pública se concibe —igual que la riqueza— como algo que se genera en la base social y no algo que permea desde las élites hacia ella.

La segunda cosa que cambió la mañanera fue revelar el fetiche de la objetividad. Se hizo evidente que el análisis de lo público siempre está políticamente situado: es a partir de una cierta postura política que se pueden ver —o se decide no ver— determinadas cosas. La asepsia ideológica a la que se autoadscriben algunos analistas llamados “críticos” resultó no ser más que el ocultamiento deliberado de sus convicciones, intereses y motivos.

Por decirlo de otro modo, lo que trajo consigo el modelo obradorista es una nueva ética de la comunicación: la de no ocultar las intenciones, las simpatías y los principios, la de revelar abiertamente desde qué lugar del espectro político se habla, para que la gente pueda ejercer su propio análisis crítico de las fuentes en las que se informa.

Aunado a esto, se robusteció el desprecio por el engaño y el intento de manipulación, cada vez más difíciles de ocultar. Hace poco, en un debate, un comentarista famoso me espetó una frase que atribuyó —erróneamente— a Maquiavelo: “si no engañas, no ganas”. Unos días después, la abrumadora victoria de Claudia Sheinbaum en las urnas les dio a los comentaristas de su corte la lección que no tomaron en sus doctorados en Ciencia Política: en efecto, engañaron. Y perdieron.

Las dos prácticas que trajo consigo la mañanera —invertir la pirámide de la opinión y desmitificar la idea de “neutralidad” de los comunicadores— fueron parte del cambio cultural que se gestó a lo largo de varios años y que se manifestó de manera inequívoca el 2 de junio pasado. Apenas unas semanas después, se rumora —y se percibe— un reacomodo inminente de las barras de opinión y las plumas consagradas de los diarios. No sabemos exactamente cómo será el nuevo ecosistema de la opinión mediática. Pero su inevitable reconfiguración es la aceptación tácita de que durante estos seis años quienes se dijeron “analistas imparciales” fueron actores políticos mal disimulados, prestos a hacer vaticinios absurdos, imposibles de diferenciar de sus deseos. Y también confirman —aunque en esto tal vez estoy pecando de optimista— que los grandes medios por fin, después de una expresión democrática tan contundente, no pudieron seguir ignorando esta verdad inevitable: a la gente le gusta que la escuchen.


  • Violeta Vázquez-Rojas
  • Lingüista egresada de la ENAH, con doctorado por la Universidad de Nueva York. Profesora-Investigadora, columnista y analista, con interés en las lenguas de México, las ideologías, los discursos y la política.
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