Lo que rige la elección en ámbitos cotidianos de las lenguas francas, más que el grado de dominio, o el número de interlocutores que la dominan, es el prestigio de esa lengua, lo que a su vez es un aliciente para aprenderla
Suponga usted, querido lector o lectora, que está en una reunión donde hay, además de hablantes de español, una persona que habla otro idioma. ¿En qué idioma hablamos cuando no todos hablamos el mismo idioma? Usted me dirá: depende de dónde estemos. O quizá: depende de qué idioma hable o entienda la mayoría de las personas. Pero resulta que la decisión, tan simple y crucial, sobre qué idioma hablamos con quienes no hablan el mismo idioma que nosotros no depende de ubicaciones geográficas ni de razones aritméticas. Incluso, no depende del consenso explícito entre voluntades individuales. Depende, aunque usted no lo crea, de fuerzas sociales, económicas y políticas que están más allá de la conciencia de los involucrados.
Imagine usted que en esa reunión, ubicada en México, hay siete personas: seis son hablantes nativos de español y la otra lo entiende un poco, pero no lo habla fluidamente. ¿Qué idioma escogen para comunicarse? Usted dirá: depende de qué tanto interés tengan en que entienda la persona que no habla el idioma de la mayoría. Por un acto que se considera de amabilidad, es común que en esa situación, suponiendo que las seis personas hablen y entiendan inglés, aunque sea imperfectamente, cambien la conversación a ese idioma, de modo que todos se entiendan lo mejor posible, incluso si no todos logran expresar lo que piensan de la manera más precisa.
En México, en ciertas clases sociales, es común que la gente tenga algunos rudimentos de inglés, y mientras más elevado el estrato social, más probable es que se le domine fluidamente. Entonces, si las personas involucradas en la conversación que estamos imaginando pertenecen a ese porcentaje de los mexicanos que se estima que tienen conocimiento básico del inglés, la expectativa es que usen esa lengua frente a su invitado, que puede o no ser hablante nativo de esa lengua. En ese caso se dice que el inglés se usa como lengua franca, es decir, una lengua común en la que acuerdan comunicarse los interlocutores y que no es la lengua nativa de algunos o de la mayoría de ellos.
¿Qué pasaría, en cambio, si esa persona en la conversación que no es hablante nativo de español tiene como lengua materna una lengua indígena, como el náhuatl o el otomí? ¿Se sentiría el resto de los interlocutores compelido a usar ese idioma como lengua franca? Lo más probable es que no, o que se asumiera que la lengua franca en ese caso debe ser el español, y que los hablantes de lenguas indígenas tienen una especie de obligación lingüística por haber nacido en este país —que oficialmente es un país pluricultural en el que se reconoce la existencia de 68 idiomas nacionales, además del español—. Imaginemos una situación más drástica, en la que seis de los siete interlocutores de nuestra conversación imaginaria hablan fluidamente otomí y solo uno de ellos habla únicamente español. ¿Cuál imaginan ustedes que será la lengua franca?
Entre el otomí, o el náhuatl, y el inglés hay muchas diferencias, empezando por su sistema de sonidos, la forma de sus palabras y las reglas con las que forman sus oraciones. Desde el punto de vista estrictamente gramatical, estas diferencias los hacen sistemas de signos diferentes pero igualmente complejos y con la misma capacidad expresiva, sin que ninguno de ellos sea “más evolucionado” o “mejor” que los demás. Sin embargo, para los propósitos de la comunicación en ámbitos cotidianos, laborales o académicos, el inglés se elige como lengua franca mientras que eso no suele suceder con las lenguas indígenas, incluso cuando la fluidez de los interlocutores en inglés sea baja (según algunas encuestas, aunque 40% de los mexicanos tienen algún conocimiento básico del inglés, sólo 5% lo domina de manera más o menos fluida).
Estamos frente a un círculo vicioso. Lo que rige la elección de las lenguas francas, más que el grado de dominio, o el número de interlocutores que la dominan, es el prestigio de esa lengua, lo que a su vez es un aliciente para aprenderla, mientras que las lenguas socialmente minorizadas no se eligen como lenguas francas bajo el pretexto de que “casi nadie las entiende”. Y casi nadie las entiende porque no hay un aliciente de prestigio para aprenderlas.
Lo que parecen decisiones y acuerdos naturales en la comunicación está en realidad determinado por asimetrías entre lenguas derivadas de factores sociales, históricos y políticos. Toda asimetría entre los miembros de una sociedad se verá reflejada en relaciones igualmente asimétricas entre las lenguas que hablan o la manera en que las hablan. Y esas asimetrías son las que determinan la elección del idioma en que nos comunicamos cuando tenemos (o creemos tener) la libertad de elegirlo.