No faltarán los balances en la víspera de la despedida del gobierno de Andrés Manuel López Obrador. Pero esos balances estarán marcados, no por los hechos, sino por el modo en que se perciben y se relatan.
La percepción de las cosas y la forma de contarlas se alimentan una a la otra en un bucle interminable. Por eso, donde unos ven un avance democrático (por ejemplo, en la elección popular de jueces, magistrados y ministros), otros ven la muerte de la democracia (pues la conciben como el acotamiento de la voluntad de las mayorías). Donde unos ven una inevitable “elección entre inconvenientes”, otros ven una traición imperdonable a principios morales y políticos que desenlaza en el consabido “todos son iguales”. Donde unos ven policías, es decir, fuerzas de seguridad civil, formados bajo disciplina militar, otros ven cuerpos de guerra haciendo labores policiales. Donde unos ven un proyecto de desarrollo y ordenamiento territorial para una región marginada, otros ven solo la destrucción de una selva. La verdad no es irrelevante y tampoco lo es su correspondencia con los hechos. Pero parece ya imposible distinguir los hechos de la forma de narrarlos.
Tratar de evaluar un gobierno en esas condiciones epistémico-discursivas es inútil, y más que un ejercicio de análisis o diagnóstico se convierte en un juego de retórica, donde no importa el rigor argumental, sino la exhibición de florituras. Parece haber pocos asideros objetivos, externos a las creencias ya adoptadas, donde fincar las comparaciones y distinguir lo conveniente de lo inconveniente, lo bien hecho de lo mal hecho, lo justo de lo injusto.
Hay, sin embargo, un par de hechos incontrovertibles. Uno de ellos es la reducción de la pobreza. En los datos del Coneval, comparando 2018 con 2022, salieron de la pobreza más de 5.1 millones de personas. El Banco Mundial calcula que el porcentaje de personas que viven por debajo del nivel de pobreza (que en sus términos equivale a vivir con menos de $6.85 dólares diarios) descendió de casi 30 por ciento en 2020 a 21.8 por ciento en 2021, y cerrará con 20.2 por ciento en 2024. Es difícil rebatir —a menos que se sea un contumaz negacionista— que este gobierno ha llevado eficazmente a la práctica su más preciada consigna: “por el bien de todos, primero los pobres”.
El segundo hecho incontrovertible es que el presidente López Obrador se retira con un nivel de aprobación que no solo no se ha visto en otros mandatarios, sino que además se manifiesta en la aprobación de su sucesora, Claudia Sheinbaum, y el arrollador número de electores que contribuyeron a su triunfo.
Una responsabilidad ética de los gobiernos de izquierda no es solo gobernar bien, sino evitar a toda costa el retorno de sus adversarios, que suelen retomar el poder en versiones cada vez más estridentes de la derecha. La clave para lograrlo es para muchos aún un misterio, pero lo que se atisba como la receta infalible de López Obrador es una combinación entre buen gobierno (es decir, uno que cumple sus metas) y buena comunicación, es decir, con un contacto permanente con las bases.
Aunque la comunicación de López Obrador tiene como eje central sus conferencias matutinas, la otra parte de su secreto está en las giras con las que recorre todo el territorio nacional, y que le han convertido en un presidente presente. El Presidente se puede ver, escuchar y, sobre todo, se le puede hablar. Se le pueden dar muestras de cariño que van desde sonreír y saludar hasta estrujarle el pelo. Sus simpatizantes se apersonan con carteles con mensajes escritos cuando lo ven pasar desde la ventanilla del tren, y los que resisten parados por horas al lado de la valla pueden incluso abrazarlo o salir con una selfi o un libro autografiado. Algunos le entregan regalos, pero sobre todo cartas y peticiones.
Es predecible que los adversarios de López Obrador vean en estos gestos una muestra de populismo, por parte del Presidente, y de fanatismo y feligresía, como suelen calificar a la voluntad política del pueblo. Volvemos a la indisociable —ya a estas alturas, tediosa— relación entre las creencias que preceden a los hechos y la manera de entender los hechos mismos.
La realidad en su grano fino suele ser menos noble que los discursos, y la vida cotidiana, especialmente para los más pobres, no deja de mostrar tercas señales de rezago: a veces en la clínica de enfrente no hay médico ni medicinas. El maestro de la escuela en ciertas comunidades no habla el idioma de los niños. No se procuró justicia en casos emblemáticos. Se puede hacer una lista pormenorizada de fallas, pero a juzgar por los niveles de aprobación con los que se va el Presidente y con los que su proyecto continúa, no podemos decir que estas fallas constituyan agravios ni, mucho menos, que infundan decepción. Se perciben como faltas que mejorar porque, a pesar de todo, el camino se considera el correcto. No es un camino sin piedras, ni sin pasajes escarpados, pero es un camino que lleva a donde la gente quiere llegar y, sobre todo, es un camino que se ha recorrido con la compañía de un presidente permanentemente presente y personalmente involucrado.