Las discusiones sobre la reforma judicial se concentran en la elección popular de jueces, magistrados y ministros pero evaden el motivo central: se trata del único de los tres poderes que no está sujeto a la decisión y el escrutinio de la mayoría
Las discusiones públicas sobre la reforma judicial se concentran, como sabemos, en su espina dorsal, que es la elección popular de jueces, magistrados y ministros. Y aunque nadie se atreve a negar que el acceso efectivo a la justicia es todavía una deuda del Estado con la ciudadanía, es común escuchar de los analistas que someter los cargos de los juzgadores a la elección directa no será la solución al problema.
Las voces más sensatas ponen el dedo en otro lugar: advierten que la barrera que separa a los ciudadanos comunes del acceso a la justicia está, más bien, en las fiscalías y defensorías, y que es ahí donde hay que emprender una reforma profunda.
Otras voces, más catastrofistas, advierten que involucrar a los ciudadanos en la elección de los juzgadores tendrá consecuencias nefastas para la independencia de éstos (¿independencia respecto a qué?, bien se puede preguntar uno), y los riesgos van desde que los partidos sean quienes designen a los candidatos (lo cual está explícitamente descartado en la iniciativa de reforma) hasta que la ciudadanía, en su consabida ignorancia respecto a los vericuetos técnicos de la justicia, termine eligiendo perfiles poco capacitados o llanamente legos en materia judicial (otro riesgo que también está evitado por la conformación de un Comité de Evaluación que apruebe los perfiles).
Otros más tienen objeciones operativas: les agobian las complicaciones aritméticas de poner a la gente a elegir entre listas de más de treinta nombres en una boleta compleja y abigarrada. Y otra postura más considera que la reforma tal vez sea conveniente, pero, al menos en este momento, no es prudente, dadas las presiones del exterior, como las expresadas recientemente por el embajador Ken Salazar, o por el editorial del Washington Post que amenaza con un clima de inestabilidad provocado por el “nerviosismo” de los mercados.
La cuestión es que estas posturas, desde la más sensata hasta la más extrema, evaden discutir el motivo central que llama a la necesidad de reformar el Poder Judicial: se trata del único de los tres poderes del Estado que no está sujeto a la decisión y el escrutinio de la mayoría popular. Y aquí es donde se enfrentan dos visiones de la democracia.
Para unos, el sello de agua de la democracia es la regla de la mayoría, que a su vez es la expresión de un consenso amplio, el que convence y gana elecciones. Para los otros, esa regla no tiene legitimidad si no considera la representación y la voluntad de las minorías que disienten de ese consenso. Para los primeros, un poder que frene la voluntad mayoritaria es un poder antidemocrático. Para los otros, el contrapeso contra la “tiranía de las mayorías” es la condición de posibilidad misma de la democracia. Para los primeros, las minorías no se borran con el consenso democrático, porque nunca pierden su posibilidad eventualmente de erigirse en mayorías también, y para eso precisamente es que se hace política.
El proyecto obradorista, a pesar de ganar reiteradamente en las urnas, ha sufrido varios reveses desde lo que se suele llamar eufemísticamente “poderes contramayoritarios”, juzgados por el oficialismo como francamente antidemocráticos. Así es como se ven las resoluciones, por ejemplo, de la Suprema Corte, como cuando revocó el llamado plan B de reforma electoral aprobado en las Cámaras, o cuando un ministro concedió a un gobierno estatal la facultad de no entregar a los niños de primaria los libros de texto elaborados por el gobierno que votó la mayoría. También se ven como antidemocráticas las pataletas de la minoría legislativa cuando pretextando una “moratoria constitucional” echó para abajo la aprobación de la reforma electoral que ahora llamamos plan A. Antes de eso, la decisión de esa minoría de no aprobar la reforma eléctrica les valió el mote nada grato de “traidores a la patria”. Desde la visión obradorista, un poder minoritario que constantemente echa para atrás las decisiones de un Poder Ejecutivo o Legislativo democráticamente electo es una afrenta conservadora.
En octubre de 2018, cuando todavía era presidente electo, Andrés Manuel López Obrador subió a sus redes un video anunciando la cancelación del NAIM y la construcción del aeropuerto de Santa Lucía, pues era el acuerdo expresado en la consulta ciudadana que se hizo al respecto. Como ha sido su costumbre, todos los elementos de la escena en el video de López Obrador fueron cuidadosamente escogidos. Destacaba un libro de Felipe González, Gerson Damiani y José Fernández-Albertos: ¿Quién manda aquí? era el título en la portada. Algunos lo interpretaron como una pregunta retórica lanzada por el propio presidente electo para reafirmar su autoridad personal. Otros lo entendimos, en el contexto del mensaje que estaba dando, como la aclaración necesaria de un cambio que comenzó en julio de 2018: quien manda aquí es el pueblo de México, es decir, la gente común que algunos ven con recelo como masas irracionales y que el obradorismo reivindica como pueblo pensante, legítimo arquitecto y conductor de su propio destino.