Debates presidenciales y 'leathers' no contaminantes

Monterrey /

Los martes suelen ser agitados en el 440, porque la cerveza de barril cuesta solo 3 dólares. A diferencia de los 7, 8, 9 o hasta 10 dólares el resto de la semana. Incluyendo los lunes de underware, en el que los asistentes hombres se quitan los pantalones y deambulan por el bar en calzones, calcetines y zapatos. Una tradición más o menos permanente desde que el local abrió sus puertas por allá de 1979 con el nombre de The Bear. A mitad de los noventa cambiaría su nombre a Daddy Bar. Y es desde hace 15 años que se le conoce como su número de ubicación oficial, 440, en la calle Castro.

Después de la medianoche, los calzones empiezan a flotar en los codos de los asistentes.

Se encuentra a unos 50 pasos de la calle Market, casi enfrente del famoso Cine Castro, que lleva cerrado desde febrero este año. Se dice que está bajo un trabajo de remodelación. El plan es que abra el próximo año como sala cinematográfica, pero con asientos removibles para que funcione lo mismo como sala de conciertos y otro tipo de shows.

El 440 es bastión de gays que se identifican con lo leather y daddys mayores de cincuenta años orgullosos de sus canas. Aunque los martes la clientela se extiende a universitarios y bugas latinos no muy propensos a las axilas sin desodorante. Lo de menos pues cerveza de tres dólares no es algo común en San Francisco.

Sin embargo, el martes 11 de septiembre la conmoción se multiplicaba al doble conforme las manecillas del reloj se acercaban a las 6 de la tarde. El 440 es de los bares que transmiten los debates presidenciales como si fueran un partido de los Gigantes de San Francisco en los playoffs. La gente se fue haciendo de un lugar entre las bancas y los banquillos a fin de poder ver el espectáculo político sin obstáculos visuales. Cuando llegamos Jim y yo, la parte trasera elevada unos cinco escalones por encima del nivel de la barra principal se encontraba semivacía. Es la plataforma en la que los lunes se convierte en terreno para el sexo casual.

Junto a Jim se acomodó un pequeño hombre moreno profundo hasta la madre de alucinógenos que emprendía su propio viaje. En algún momento se levantó a bailar al ritmo de “Heart of Glass”, pero en la versión de Miley Cyrus, y lo siguió haciendo aun cuando la música fue cortada de golpe para abrir el canal del audio de todos los monitores de LED sintonizados en la cadena ABC que daba la bienvenida al esperado debate presidencial de los Estados Unidos.

Como todo San Francisco, todos los asistentes del 440, incluyendo un caballero de los chaps con las nalgas peludas de fuera eran simpatizantes de Kamala Harris, dado que uno de sus puntos álgidos en su carrera política sucedió en la ciudad del Golden Gate. Guardaban silencio ante sus propuestas y gritaban ensordecedores “buuuuuuu” cada que Donald Trump abría la boca para asegurar que hay mujeres que abortan incluso después de haber parido o que los inmigrantes se comen las mascotas de los gringos en Springfield, Ohio. De hecho, justo cuando el tema de inmigración desató intensos abucheos, el hombre del moreno profundo empezó pronunciar unos gritos que sonaban como pequeñas campanas replicando en medio de la selva en la que seguro se encontraba gracias a la teletransportación de las drogas alucinógenas. Era imposible poner atención al debate en medio de sus aullidos tribales y los rezos que pareció profesar en un inglés intervenido por un español extraño. Cuando Kamala exponía sus propuestas para hacer frente a las olas de inmigración, la mayoría de los parroquianos en la planta elevada, irritados pero sin renunciar a la corrección política, emprendieron la fuga del hombre del moreno profundo que parecía no tener el estereotipo de alguien nativo de San Francisco, dejándolo solo en su viaje. Jim y yo hicimos lo mismo. No había forma de ver el debate a su lado. A decir verdad fue bastante molesto.

Sin embargo, la devoción de los asistentes no estaba exenta de desconfianza. Es decir, Palestina es un gran pendiente para el voto progresista de la costa oeste, por lo que el silencio susurrante se apoderó de todo el bar. Y la alcohólica indiferencia frente al pendiente del seguro médico universal me dejó intrigado. Al menos la falta de acceso a sistemas de salud es lo que tiene atrapada a San Francisco en una espiral de indigentes y adultos mayores a punto de perder sus casas por cubrir la póliza del seguro médico y jóvenes que trabajan los días de descanso como bartenders por la misma razón. Supuse que un tema así sería relevante, no obstante, pasó desapercibido, como si los parroquianos se hubieran resignado al hecho de que no hay forma de huir del neoliberalismo de la salud.

Gordon Boe, el dueño del 440, ordenó comprar varias cajas de pizza para que la fantasía deportiva tuviera sentido y nadie se quedó sin una rebanada al menos de queso con peperoni. En una de sus vueltas se detuvo para saludar a Jim poco antes de que del debate terminara diciendo convencido que Kamala estaba a punto ganar el debate, por mucho. ¿Pero qué tanto podría alterar la intención del voto? Ambos coincidieron en que sin importar el resultado, las cosas en San Francisco o California difícilmente cambiarían en un giro drástico. Por el sistema del colegio electoral gringo que se sustenta en la representación y no por el voto por voto.

Esperando en la fila de los urinarios me encontré a un amigo que no podía contener el orgasmo que le provocaba ver a Kamala noquear a Trump. “Lo está orillando a comer su propio vómito”, me dijo este amigo que recién acaba de comprarse un Tesla, los autos eléctricos que están volviendo locos a los pudientes de San Francisco con sus motores cero contaminantes. Aunque todo el dinero se vaya a las campañas de Donald Trump. Me pregunté quién está ganando después de todo.


  • Wenceslao Bruciaga

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