Solía tener un amigo en San Francisco. Amigo con derechos, mejor dicho. Fuckbuddie, como le dicen los gringos a las amistades peligrosas. Atorado en un cliché insoportablemente caliente e irresistible, es decir, güero y mamado, sin llegar a parecer como esos influencers que aconsejan abrazar la mariconería mientras se inflan los músculos con ciclos de esteroides. La pasaba bien con ese bato. Poco antes que la pandemia se desatara, el fuckbuddie escribió unos comentarios desatinados en sus redes sociales. Uno de ellos coincidía con algunas posturas de Donald Trump respecto a la diversidad sexual. Su abierta y en ese entonces muy escueta simpatía con el primer Trump le costó señalamientos, quiebre de su círculo social y finalmente el destierro de San Francisco y el Área de la Bahía. Terminó mudándose a la parte central de California justo donde el mapa suele tornarse en rojo republicano. Y con el paso del tiempo su parca adhesión por Trump se radicalizó atrayendo a miles de seguidores. Pasó de unos 3 mil a 30 mil en cuestión de días. Los comentarios más exitosos eran aquellos que hacían parecer movimientos como el Black Lives Matter un mito que incentivaba odio a la patria norteamericana. También aseguraba que los drags solo buscaban homosexualizar niños. Muchos de los gays que cruzaron el umbral hacia al lado republicano compartían el fenotipo de mi ex fuckbuddie, rubios bien formados de peinados discretos, manipulados con algún producto que les dejaba una imagen de humedad permanente.
Semanas después de las elecciones analistas y demócratas acomodados siguen tronándose la cabeza buscando alguna explicación que aporte pistas sobre cómo el voto popular se decantó por el candidato misógino, racista, homofóbico, transfóbico, de xenofobia escandalosamente frontal. Peor aún, que el último resorte de triunfo haya sido impulsado por mujeres, negros, gays, trans y un muy alto porcentaje de latinos, muchos mexicanos, entre ellos con algo en común: pertenecen a una clase social media golpeada por la inflación con educación expulsada de las costosas academias.
Lo cierto es que Biden tuvo varios aciertos en materia de economía. Y de alguna manera ellos lo sabían. En la convención de Trump en Reno, Nevada, en la que tuve oportunidad de asistir, los partidarios latinos no solo reclamaban precios accesibles y su derecho a portar armas: “Estoy hasta la madre que me quieran cancelar por cualquier cosa que diga”, me dijo un mexicano-americano que portaba una bandera de los Estados Unidos con la palabra Trump en medio de rifles y rosas como las que adornan las chinampas de Xochimilco. No hablaba muy bien español. Y su acento de inglés era difícil de entender. Católico devoto, decía que no se sentía identificado cuando alguien lo ubicaba como latino o hispano, con palabras más cancelables alentadas por los tragos a una Budweiser.
En el artículo “Progressive ideals losing a grip on the country”, publicado por el “New York Times” antes de las elecciones, su autor, Jeremy W. Peters, menciona que muchas personas perdieron amigos y trabajos por tuits desafortunados o darles likes a esos tuits desafortunados o aún peor: seguirlos. En la fiscalización de los likes en redes sociales por parte de la justicia social que definió buena parte de la década de 2010, los más afectados fueron los segmentos de la clase trabajadora que se decantó por el candidato que puede decir cuanto incorrección política se le ocurra sin salir lastimado. Era el “Castillo de los vampiros” al que hacía referencia Mark Fisher en su blog de K-Punk: “El Twitter de izquierda puede ser una zona miserable y desalentadora… con la sensación paralizante de culpa y sospecha que flota sobre el Twitter de izquierda como una niebla acre y agobiante”.
En comparación con los intentos de cancelación de personajes poderosos. Como cuando Oprah Winfrey fue acusada de fomentar la apropiación cultural al promover una novela escrita por una mujer blanca, cuya visión de México era como la de cualquier turista. Los millones de dólares de Oprah apenas sí se vieron afectados. Básicamente su estatus sigue intacto.
Detrás de la aparatosa corrección política inflada en redes sociales siempre hubo un interés de estatus económico. Cuando HBO quiso censurar “Lo que el viento se llevó” por sus prejuicios raciales (sin tomar en cuenta el contexto histórico el que fue escrita y posteriormente filmada), la urgencia era destacar un estatus de conciencia moral que mantuviera a los suscriptores cautivos a partir de una imagen progresista. Lo mismo pasa a la inversa. Al emprender Trump una evidente ventaja en las encuestas sobre Kamala Harris, Jeff Bezos giró la orden para que el “Washington Post” se abstuviera de publicar columnas editoriales apoyando a cualquiera de los candidatos. Siendo dueño de la publicación y en un movimiento similar al de HBO y Oprah, solo buscaba mantener su estatus millonario intacto sin meterse en pedos con el sociópata de Trump.
Pensé que la victoria de Trump llevaría a mi ex fuckbuddie a la eyaculación precoz. Para mi sorpresa, su último post tenía la moderación de hace cuatro o cinco años, cuando me dejaba darle sus revolcones. En sus palabras había un tono de arrepentimiento.
El “New York Post” se apresuró a decir que el artículo de Jeremy W. Peters marcaba el fin de la tiranía woke sin precisar cuándo empezó. En cualquier caso es nada en comparación con la tiranía que se avecina. Aún faltan dos meses para que Donald Trump asuma la presidencia y grupos neonazis encapuchados ya han salido a desfilar por las calles principales de la progresista ciudad de Columbus, Ohio. Y una pareja de homosexuales fue atacada en un Mc Donalds de Washington DC por un grupo fascista. Cancelarlos sirvió de poco.
Ahora es cuando la justicia social debe tener efecto.