El día después del sueño americano

Ciudad de México /

El miércoles 6 de noviembre San Francisco amaneció silencioso y desanimado. Rumbo a la universidad una mujer sacaba de su cochera un Tesla a todas luces último modelo. Le pregunté si estaba orgullosa de haber contribuido a la campaña de Donald Trump. Se encogió de hombros escondida en sus enormes gafas oscuras. Uno hombre que corría colina arriba para darle volumen a sus piernotas me dijo que no había necesidad de esparcir más odio del que ya se respira. Aunque tampoco salió en defensa de la mujer y su reluciente Tesla. Quizás el tipo de las piernotas tenía un poco de razón. Pero no exime a la mujer, a mi vecino y a los cientos de habitantes de San Francisco que han comprado autos Teslas cuyo desquiciado dueño regaló millones de dólares para cooptar el voto hacia el lado republicano.

No es que me sorprenda en un país donde el consumo se respira con el mismo aliento con el que se habla de los valores familiares. El sueño americano consiste de una mezcla de individualismo y raíces extraviadas. Es como esa canción de Bruce Springsteen: “esta ciudad te arranca los huesos de la espalda, es una trampa mortal de mansiones gloriosas y máquinas suicidas…” Ciudad que es el país entero.

Observando con cierta maldad, es la misma fraterna mezquindad que convenció a los latinos y mexicanos a votar por Trump. Contrario a las lecturas que aseguran el voto rojo fue un voto de castigo al modelo capitalista, a la inflación desbocada, lo que en verdad movilizó a latinos y mexicanos fue el pavor de dejar de comprar. No sólo comida o medicinas, que aquí en USA es un dolor de huevos. De hecho, era un miedo a perder el flagelo del capitalismo salvaje. De que los almacenes Ross se conviertan en un tiendas de lujo, perder el patrimonio y lo troca por culpa de una oleada de inmigrantes que buscan refugio en lugar de chingarle, como me comentaban algunos mexicanos cuando cubría una convención de Donald Trump en Reno, Nevada, para Dominga de Milenio, para ellos su posición en este país es superiormente distinta pues cruzaron de ilegal pero no perdieron el tiempo lloriqueando. Ellos o sus padres mejor dicho. Se han convencido que de seguir el sueño americano que aprendieron de las películas de acción, una fórmula de impuestos, tenis Nike y armas de todo calibre para defender su patrimonio, los mantendrán a salvo de cualquier ley anti inmigrante que se le ocurra al presidente electo en su estruendosa promesa de campaña de deportación masiva en cuestión de horas.

Esa famosa solidaridad que supuestamente caracteriza a los mexicanos quedó enterrada bajo los escombros del temblor de 1985, cuando la capital se hacía llamar DF.

El último impulso que necesitaba Trump para hacerse de la presidencia de los Estados Unidos fue estimulado por el voto masculino de afroamericanos, latinos y otros inmigrantes. Aunque un muestreo de salida de la MSNBC fue revelando que muchas mujeres también se habrían decantado por el candidato republicano.

“A mi nunca me van a deportar” me dijo uno de estos simpatizantes de Trump.

Otra de las ideas constantes entre hispanos, sus esposas y las esposas de hombres negros, es que una mujer no podría estar lista para gobernar a esta potencia mundial. Ya sea Kamala, Hilary o quien sea.

“Trump es horrible muchas veces, pero bueno, así son los hombres” me dijo una de esas esposas latinas. Delante de ella me encontré con una hermosa chica afroamericana vestida como las mujeres esclavas de Manderlay. Por algún momento supuse que su atenta presencia era una protesta contra las necias apologías racistas del entonces candidato. Subvirtiendo el significado de su atuendo para elevarlo a una declaración de principios y moda disruptiva. Como lo hacía Vivienne Westwood o el dreag Leigh Bowery. Con voz muy baja le pregunté si era simpatizante de Trump. Su sonrisa, más que su respuesta, me provocó el mismo sudor frío en la espalda que las últimas palabras de Willhem, el “negro orgulloso” y el incorrecto nerviosismo de Get out!, la película de Jordan Peele.

Spoiler alert: al final de Manderlay, filme de Lars Von Trier del 2005 continuación de Dogville, Grace (en este caso interpretada por Bryce Dallas Howard) descubre que el manual de racismo que proseguía a cabalidad Mamy, la dueña de la hacienda para humillar y maltratar a los negros esclavos a fin de establecer el orden en la plantación de algodón, había sido escrito por ellos mismos. 70 años después de la Proclamación de Emancipación que abolía la esclavitud en el sur de los Estados Unidos de Norteamérica. La respuesta de Willhem (Danny Glover) que de acuerdo al manual pertenece a la categoría de “negro orgulloso” es a la vez una suerte de entumecida confesión que no sólo deja consternada a Grace por la siniestra honestidad de sus palabras.

Como espectadores también quedamos perturbados con la respuesta.

Se me vino a la mente aquellas batallas campales entre defensores del Black Lives Matter tras la muerte de George Floyd en manos de policías y grupos de supremacía blanca. Un miembro de este último incluso utilizó su automóvil para arrollar a docenas de personas afroamericanas. Ante la escalada de la tensión, Trump declaró que gente buena estaba en ambos bandos. Frases como “no puedo respirar” comienzan a empolvarse.


  • Wenceslao Bruciaga
  • Periodista. Autor de los libros 'Funerales de hombres raros', 'Un amigo para la orgía del fin del mundo' y recientemente 'Pornografía para piromaníacos'. Desde 2006 publica la columna 'El Nuevo Orden' en Milenio.

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