Es el tirabuzón de “El Toro”, Charlie Brown

Monterrey /

Los equipos que apoyamos describen nuestra personalidad tanto como los traumas de la infancia y las grietas neuróticas con nuestros padres. Me puse la camiseta de los Giants desde que salí del clóset, en los noventa, mucho antes de mudarme a San Francisco permanentemente. Ha sido un equipo con más glorias que inconsistencias, aunque su desempeño en las últimas temporadas haya sido menos que lamentable. Aún así, nadie le quita los títulos que ganaron en 2010, 2012 y 2014 y el mejor título de todos: el de tener a los jugadores más pornográficamente gays de toda la MLB por encima de su evidente heterosexualidad. Cómo olvidar a ese costal de testosterona y barba Brian Wilson a.k.a. Black Beard que les dio el triunfo en 2012. Es el tufo gay que en San Francisco sigue vivo.

Por supuesto que la ciudad de San Francisco como la Bay Area tiene a sus claros enemigos: turistas que insisten en visitar el barrio de Castro como si se tratase de un zoológico de homosexuales, republicanos persignados o predicadores evangélicos que alertan de los peligros de no temerle a Dios cuando abrimos los labios invocando la ira de la lujuria, bandas de motociclistas montados en Harleys como los de “Son of Anarchy”. Pero nada como los Dodgers. Cuando el nombre del equipo de Los Ángeles surge por cualquier razón, el aliento post hippie de la ciudad y su tradición de flores, amor y paz se va a la chingada como una frustrante bola de faul hacia el jardín derecho. La animadversión se apodera de los habitantes y el repudio se convierte en un himno nacional. Jim, mi esposo, es uno de ellos. Odia a los Dodgers con las orejas rojas y los colmillos lustrosos.

Yo podría odiar a los Dodgers pero una razón me lo impide: Fernando “El Toro” Valenzuela. Terminábamos de cenar cuando el noticiario de la PBS abrió su edición con una noticia de última hora, el gran toro había fallecido con tan solo 64 años. El trago del vino verde se atragantó con un puñado de lágrimas. La sensación de un campo desolado con tierra suelta y pasto quemado se apoderó de mi lengua. Supongo seguía perturbado de tristeza. Un día antes Jim y yo habíamos visto “The Sweet Hereafter” de Atom Egoyan, la devastadora película sobre un pueblo en las altas montañas canadienses abrigadas de nieve que pierde a sus niños en un fatal accidente. La cinta tiene la mirada de un melancólico vouyerista husmeando en el duelo de los habitantes sin hijos.

Crecí jugando a ser “El Toro” con los otros niños de la Cerrada San Isaías, allá en Torreón. Todos queríamos la posición del pítcher, lanzar tirabuzones tan rectos como los que repetían los domingos por la tarde de “DeporTV” con José Ramón Fernández. Tirabuzones que eran balas de caucho casi imposibles de atinar, Y si lo hacían, los más probable es que el out cayera en cuestión de segundos. Como aquel histórico momento de 1990 en el que Valenzuela ponchara a los St. Louis Cardinals con un juego casi perfecto. Que fuera mexicano nos brindaba a los laguneros una bocanada de aire en ese exilio geográfico de desierto y tolvaneras. Debíamos tener siete, nueve, diez años. El Toro nos rebasaba a lo mucho por 15 años. Podría ser el tío favorito que todos deseábamos tener.

Este año Los Dodgers llegaron a la Serie Mundial. Se disputarán el trofeo con los Yankees de Nueva York. Mientras veía la ceremonia de apertura del primer juego que abrió con un espectacular homenaje al número que le perteneció a Valenzuela, pensé en las muchas tardes que pasé viendo las reseñas del “Toro” en la televisión, concentrado en la amenazante soledad de montículo. Como Charlie Brown aunque sin los ataques de pánico del niño calvo, en silencio, con la mente en el guante, masturbando la bola y la mirada en el cielo antes de dispararla. Los mejores y más angustiantes monólogos de Charlie eran los que pronunciaba su mente en el montículo con sus labios apretados.

El beisbol es un deporte de introspección contemplativa. Sumamente observadora. Un ajedrez muscular. Como dice Philip Roth en “La gran novela americana” –que también podría ser la gran novela sobre el beisbol–, esa condición introspectiva se extiende hasta los aficionados en donde reflexionan incluso sobre sus arrepentimientos sin renunciar a la emoción de apoyar a sus héroes.

Si bien jugaba con los otros niños de la cerrada no podía desentenderme de un natural instinto por la soledad. Los Bruciaga llevan la soledad en el código genético.

Charlie Brown y “El Toro” Valenzuela me enseñaron todo lo que sé del beis mientras hablo conmigo mismo en voz alta.

¿Será posible que pierdan los dos, tanto los Dodgers como los Yankees? Me dijo Jim. Creo que la Serie Mundial del 2024 le pasará de largo. Yo es que no puedo odiar a los Dodgers. Espero puedan levantar el trofeo. Y que yo no termine durmiendo en el sofá.


  • Wenceslao Bruciaga
  • Periodista. Autor de los libros 'Funerales de hombres raros', 'Un amigo para la orgía del fin del mundo' y recientemente 'Pornografía para piromaníacos'. Desde 2006 publica la columna 'El Nuevo Orden' en Milenio.

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