La muerte de la nostalgia: Blur en Coachella

Monterrey /

El entusiasmo no es el primer rasgo que se me venga a la mente si pienso en el público gringo que llena los conciertos. La energía suele ser polarizada al menos en los recitales de grandes magnitudes: están quienes gritan hasta vomitar sangre y aquellos que no se inmutan con los grandes éxitos del artista en cuestión. En medio no hay casi nada. Recuerdo cuando Prince fue la estrella principal del festival de Coachella en 2008. Mis terminales nerviosas estuvieron a punto de colapsar hasta una arritmia propulsada por un hervido de sangre y lágrimas. El portentoso guitarrista que desafiaba las cadenas bañadas en oro de 24 kilates del machismo afroamericano rodeado de mujeres hermosas con la vía láctea en su cintura cantaba frente a mis narices. Un hombre en tacones y pestañas postizas y brillantina que reforzaba con sexualidad desbordada su instinto de masculinidad más allá de lo tóxico contorneaba las caderas como una extensión de su virtud sobre las cuerdas de la guitarra. ¡Maldita sea, es Prince! Pero los batos a un lado mío se mantenían firmes en una indiferencia como si estuvieran viendo a un analista financiero contar sus aventuras en una sex shop. En lugar de dar gracias, Prince decía: soy su estrella más grande, apláudanme. O algo así. Y quienes reaccionaban lo hacíamos con el fervor contagioso de la fe a la mitad de una misa. Porque su santidad Prince es un ente que resucita por encima de su propia música.

Pero Blur no es Prince. Damon Albarn no es Prince. Y en Coachella la música es lo de menos. Después del berrinche de Albarn al verse rebasado por la apatía del público frente al que probablemente sea su éxito definitivo “Boys and girls”, después de la amenaza de no volverse a presentar al menos en un punto del desierto, los de Consequence of Sound concluyeron que la de Coachella es la multitud más horrible con la que un artista se puede topar. Por supuesto los periodistas de dicho portal no tenían ni idea de los crueles abucheos en el Festival Viña del Mar que hacían llorar a quienes no eran aprobados por los asistentes de la Quinta Vergara.

Desde sus primeros años, los organizadores de Coachella se jactaron de ofrecer una “experiencia”, lo que sea que eso signifique, por encima de las expectativas básicas de un festival de música que es ver bandas por una hora más o menos. En realidad la experiencia era un orgasmo de publicidad subliminal que con el paso del tiempo dio origen a lo que las marcas llaman activaciones. El festival del desierto de Indio Valley fue el causante de que los festivales de música de varios días se convirtieran en malls itinerantes con foodcourts y buenos artistas tocando al fondo.

Damon Albarn debería saber que su nostalgia ha terminado. Incluyendo la versión futurista de sí mismo que fue Gorillaz. Por la sencilla razón de que los festivales han dejado de explotar la morriña de los viejos tiempos para exprimir el presente. El tiroteo digital que generó el berrinche de Albarn demuestra cómo la música hoy se disfruta como una afirmación de tenencias de redes sociales y no como un arte que no depende de la validación del público. La ira o apoyo a Blur tenía más pasión que los asistentes del concierto en el plano real. Por ejemplo, el cartel de Lollapalooza 2024 tiene como actos principales puros nombres involucrados con el presente instantáneo tal y como exigen los tiempos de TikTok. Los únicos nombres que apelan a un público anciano en el festival anclado en Chicago son The Killers y Blink 182.

Así que la indiferencia no sorprende. Y la amenaza de Albarn se sintió ingenua en su coraje. O al menos no con el suficiente para cancelar su presentación en el segundo fin de semana. En un acto de festivo cinismo, Coachella ha creado un doppelganger de su mismo cartel, incluyendo los horarios como una forma de dobletear sus ganancias.


  • Wenceslao Bruciaga
  • Periodista. Autor de los libros 'Funerales de hombres raros', 'Un amigo para la orgía del fin del mundo' y recientemente 'Pornografía para piromaníacos'. Desde 2006 publica la columna 'El Nuevo Orden' en Milenio.
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