Relámpagos naranja salen proyectados desde un ángulo de concreto a la vuelta de la gasolinera en la esquina de Guerrero y la 24. Por instantes parece una pequeña ilusión óptica propia de los fuegos artificiales que empiezan a multiplicarse en la semanas previas a las celebraciones del 4 de julio. Pero una vez estando en la zona cero de los fulgores en realidad se trata de un indigente jugando con la boquilla de un aerosol de pintura para grafitis y un encendedor. Lo de indigente es un prejuicio instantáneo. Lo digo por el hecho de que está sentado en la calle con la espalda recargada en el muro. Pero sus ropas se ven casi recién lavadas, sin agujeros ni manchas de grasa o meados secos, como los indigentes de la calle Market, que además llevan los brazos sucios salpicados de costras infectadas por el uso de agujas intravenosas por las que viaja el fentanilo líquido. El pelo rizado se ve saludablemente brilloso. De hecho, cuando los flamazos le alumbran el rostro resaltan las mechitas rubias que seguro se ha hecho en algunos de los salones de belleza que poco a poco sustituyen los bares y los bares gays y los bares de mala muerte. Quizás es solo un grafitero pasado de gomitas de edibles que se carcajea mientras juega con los flamazos que no hacen daño a nadie. Solo espero que no explote la gasolinera. Los incendios son una cosa común en San Francisco por el material con el que se construyen las casas. Seguro para los temblores, peligrosamente inflamable para cualquier chispazo.
Aun así, Mission, el barrio latino, es un poco menos distópico que el resto de San Francisco donde la realidad no deja espacio a veces ni para respirar entre el olor a mierda y la espeluznante desigualdad.
El Kilowatt bar se encuentra casi a la vuelta a la derecha del tipo de las mechitas rizadas jugando con fuego. Es un bar que mantiene a San Francisco en una estética victorianamente punk y vintage como la inestabilidad en una cinta magnética de VHS. Tiene la pinta de la clásica taberna gringa del viejo oeste: puertas plegadizas, gabinetes en el costado derecho con la retrofuturista diferencia que sobre la barra se apilan ocho pequeños televisores como sacados de las cocinas americanas de finales de los ochenta. Una por cada letra de Kilowatt tatuada sobre la pantalla que a su vez transmite películas o simple estática. Y por encima de los televisores la cómica ilustración de un foco de bulbos de 100 brindando con un Martini entre relámpagos de descargas eléctricas. Cada que veo esa caricatura imagino que alguien le está haciendo sexo oral al foco por la forma en como aprieta los dientes. Después viene la parte del salón del baile y al fondo, el pequeño escenario con sus cortinas de glamour percudido donde hoy se presenta La Sombra. Una banda que según su perfil de Instagram se define como: “Doomy, fuzzy and loud noises for skateboarding purposes!”.
El sonido de La Sombra es como neumáticos rellenos de stoner rock en una pendiente de masculinidad rumbo a un barranco con un colchón de raíces.
Hay en algo en los riffs de La Sombra, así, en español, que me remiten a la psicodelia fronteriza de Carlos Santana, quien se formó en el legendario Verano del Amor de San Francisco a finales de lo sesenta. Quizás el hecho de que los integrantes de La Sombra sean todos mexico-americanos explica en parte que sus guitarras me remiten a la piscodelia fronteriza de Carlos Santana sin la nostalgia tropical. Sobre todo en los pasajes de guitarra. Por momentos La Sombra me hace pensar en un universo paralelo en el que Carlos Santana sale del clóset para ponerse un arnés de cuero y estoperoles como Rob Halford en Judas Priest.
Y son esas tres palabras, o seis, las que mantienen a flote el espíritu tornasol de contracultura de la Bay Area a punto de extinguirse de frente a la especulación inmobiliaria habitada por empleados de Google y compañías de programación de inteligencia artificial con sueldos millonarios, pero sin imaginación sexual.
Bandas como La Sombra están contribuyendo a moldear una escena a mitad de lo under en lo que fue la capital de la generación beat, el jazz, el rock lisérgico o el drum and bass de los noventa y que por momentos parecía haberse quedado vacía de propuestas que no fueran restaurantes de menús costosos. Y lo están haciendo desde el sabor latinoamericano como hijos orgullosos de una generación de padres y madres que llegaron a esta ciudad sin desertar de sus raíces.
Es relativamente fácil describir a San Francisco en tres palabras: psicodelia y disidencia sexual… en arnés de cuero.
En el caso de Eber Bravo Castillo, guitarrista de Rabbit, la psicodelia fincada entre muchos por Greatful Dead fue la razón principal para mudarse de Querétaro a San Francisco hace diez años. Parecía el lugar en el que nutrirse de la psicodelia suficiente para consolidar una banda que sonara como a los vinilos que ponía su padre cuando era niño.
“Crecí escuchando a los Doors, Jimi Hendrix, The Beatles, Janis Joplin y por supuesto a Javier Bátiz, de Tijuana”, me dice Eber, quien tocará con su banda en el Rickshaw Stop, el club que hace 20 años albergaba el estudio de la estación KTVU, Canal 2 de San Francisco. Se ubica a veintidós minutos caminando del Kilowatt Bar, cruzando Market, que es la calle principal y una cuadra del monumental City Hall que da la bienvenida al downtown convertido en una ciudad fantasma después de la pandemia, cuando los trabajadores se negaron a volver a las oficinas. El Rickshaw sigue manteniendo la estructura de un profundo set de televisión de los ochenta como set de Murphy Brown con la diferencia de la barra de las bebidas en la parte derecha y los posters de conciertos pasados.
Rabitt lleva haciendo ruido en la escena de psicodelia underground de San Francisco desde 2022. Si buen su sonido es la de un punk austero, Eber dice que trata de aportarle a la banda la suciedad y crudeza de lugares como el Tianguis del Chopo en la hoy Ciudad de México, CdMx o el garage medias rotas de las Ultrasónicas, a quien menciona como influencia junto a la poesía enmascarada e instrumental de Austin TV: “Todas esas influencias me recordaban a la cochambre de la Ciudad de México que puestas al servicio de la guitarras arrojan un sonido de sencillez inmediata y honesta que no piensa mucho en la técnica y se presta más a la experimentación sin evocar la pretensión”.
En efecto, la música de Rabbit suena a una cascada de distorsión como la hora pico en la Ciudad de México, incluso con el mar de voces que correr paralelas al ruido, pero con notas que apuntan a una nostalgia por el ruido como liberación. Después de todo, San Francisco no deja de ser una ciudad gringa devota de la hiperorganización y los liderazgos. Eber me confiesa que es el única mexa de la banda y en ocasiones tiene que dejar claro que sus aportaciones al grupo son tan vitales la del resto de los güeros. Es uno de los fundadores:
“Como todo mexicano no hay que dejarse, ya sea en la chamba o en una banda de punk”, me dice Eber.
Los últimos sencillos de Rabbit fueron mezclados por Jeremy Snider, quien coordina la ingeniería de audio para los conciertos de Idles, Fountaines DC, entre otras bandas. Snider ha sabido sacarle provecho a la idea de Eber de hacer de las capas de ruido inspirados en el anarquismo urbano de la Ciudad de México, un estilo de dimensión a la actual escena de neopsicodelia de San Francisco.
Mientras la hago un blowjob a Jim, mi esposo en un rincón del Rickshaw Stop, pienso que justo este libertinaje exhibicionista es lo que de algún modo ha fomentado mi obsesión con la ciudad desde que supe de ella cuando leía las crónicas Jack Kerouac o Allen Gingsberg o Bob Mould, el fundador de Hüsker Dü. O la poesía de Dennis Coper. Una ciudad en la que se puede respirar pornografía gay sin culpa por la adicción a los culos peludos y los poppers.
La presencia de diversidad latina en la bandas de punk y neopsicodelia es una respuesta activamente espontánea a la terrible gentrificación que hostiga a San Francisco desde que Sillicon Valley atrajo a cientos de empleados heterosexuales que con sus jugosos in comes desplazan cualquier atisbo de diversidad.
“Puedes verlo en el barrio de Mission o La Misión que antes era habitado en su totalidad por gente latina, mexicana o hispanoparlante y que al ser golpeado brutalmente por la gentrificación, provocó que sus habitantes, entre muchos artistas de orígenes fuera de Norteamérica, ya no pudieron seguir pagando los precios inflados de las rentas. Moviéndose a otras ciudades y por ende llevándose sus proyectos musicales con ellos”, me comenta Guillermo Goyri, fundador y directos de Psyched! Radio, estación online que reúne a locutores y bandas en diversidad de orígenes, lengua o sexualidad para devolver a San Francisco su espíritu de contracultura mediante conciertos y festivales. Como el Psyched! Fest, que sucederá del 30 de octubre al 4 de noviembre de 2024 en venues como el Kilowatt Bar, El Rickshaw Stop o el Knockout Bar, que logran resistir a las altas rentas que acaban incluso con la diversidad nocturna. Es la razón por la que tampoco hay sexclubs para homosexuales.
“Literalmente Pysched! Radio es una estación fundada por inmigrantes, gay, queer, afroamericanos que nos damos a la tarea de generar espacios que hagan contrapeso a la gentrificación blanca que encarece la ciudad, volviéndola inaccesible y muy aburrida.
Es cierto.
De vuelta a La Misión, al Knockout Bar, se pueden ver los bares repletos de empleados de las grandes compañías tecnológicas bebiendo en los bares con cierta displicencia y un sutil conservadurismo que producen burbujas.