Ya sea en este o cualquier otro sitio en que se hable, se discuta, enseñe o se difunda la historia –así a secas o en cualquiera de sus muchas caras, de la oficial a las nuevas fake news–, todos, o mejor dicho casi todos, acabamos por reconocer que el no estudiar el pasado, desconocerlo, hacer caso omiso de su insistente presencia en nuestra vida cotidiana, es condenarnos no solo a repetir los errores una y otra vez, con más o menos variantes, sino a lo que es peor: a no encontrar los conocimientos, las técnicas, los procedimientos, las habilidades y actitudes, la organización social e individual necesarias para seguir transitando en las aguas del tiempo –de la historia– al ritmo universal que van dictando todos los sucesos que se dan de manera sincrónica en un momento determinado. Quien no conoce su pasado está condenado a repetir sus errores, luego entonces el pasado es más que nada y sobre todo una guía que nos indicaría cómo, a través de qué, haciendo o evitando, se puede obtener/ganar/cultivar una mejor vida, no hoy, sino mañana.
A raíz de la inauguración de la exposición “Crepúsculos que duran un instante” (octubre 23), en la Pinacoteca de Nuevo León, he insistido en que hay que verla –la exposición– no solo como la reunión más o menos ordenada de una serie de objetos simbólicos –su curaduría–, sino fundamentalmente como una muestra de historia. Como ya he hablado del tema, y seguiré hablando de él, este y los artículos de las próximas dos semanas, a menos que suceda un imponderable, los dedicaré a presentar y explicar lo que para mí podrían ser algunas de las lecciones que de la exposición se pueden desprender.
He dicho que los 200 años que abarca la muestra nos brindan un espacio inmejorable desde el cual se puede contemplar un rico pasado, lo suficientemente bien conocido en sus aspectos generales como para explicar el porqué de la ascendente historia. Un complejo momento presente, que recibe la pesada herencia del pasado, que aun las últimas generaciones de la modernidad se encuentran procesando para de ahí levantar la vista por sobre el horizonte inmediato e intuir lo que pudiera estar por venir. Así pues la exposición se puede dividir naturalmente en tres grandes apartados: pasado, presente y futuro, que son los temas de este y los dos siguientes artículos.
Históricamente la enseñanza de las artes en nuestro país recayó desde su fundación en 1781 en la Real Academia de las Tres Nobles Artes de San Carlos de México, sistema virreinal heredado a la nueva República. Su orientación, objetivos, materias y distribución en cursos, lejos de modificarse a fondo, lo mismo en su estructura que en organización, continuó repitiendo el mismo modelo, sin embargo, la gran novedad para la “nueva” academia será el número creciente de alumnos becados presentes en todas las academias europeas, por lo que el arte del XIX en México es académico, pero también, y por las mismas razones, es romántico y por ser romántico lleva en su seno al nacionalismo, ideología y corriente estética, que dará tan buenos frutos para el arte de nuestro país al llegar el siglo XX. La presencia de una pintura del maestro Rubén Herrera en estas primeras salas de la exhibición nos permite ubicarnos como estado, como habitantes aficionados o profesionales de la producción artística respecto a lo que se discutía en otras latitudes.