Silvia Pinal tenía la destreza suficiente para ser la mujer que le diera la gana, y contener en ella a todas las
“Ya ves cómo es mi mamá, ¿no, flaco?…”, platicaba esa tarde Alejandra Guzmán, tres minutos después de conocernos en casa de un amigo mutuo, y yo sencillamente asentía, como si fuera un íntimo de su familia, porque ni modo de que no supiera quién y cómo era nada menos que Silvia Pinal. Alejandra, de hecho, tenía el cien por ciento de mi atención, y sin la menor duda lo sabía. ¿Acaso hacía falta confesarle que su madre era en parte responsable de mi educación sentimental?
Me acostumbré a mirarla de cerca, de la niñez a la adolescencia. No perdían mis padres la oportunidad de pasar lista en el teatro, si la protagonista era Silvia Pinal. Podía ser el Manolo Fábregas o el de los Insurgentes, siempre que mi papá le cumpliera a mi madre el capricho de conseguir lugares en primera fila, tras haber lubricado al boletero, que no por nada los tenía escondidos. No sabía yo entonces quién era Luis Buñuel o para qué servía una Palma de Oro, pero bien me bastaba con las carcajadas que la diva solía provocarnos en obras como Mame o El año próximo a la misma hora. Cierto, hizo toda clase de papeles, pero si he de elegir me quedo con la espléndida comediante.
La que más se reía era mi mamá. Siempre tuve la idea de que experimentaba una secreta identidad con la actriz, no sólo porque fue cantante amateur y quiso dedicarse a la actuación —un anhelo que mi abuela cortaría de tajo—, sino también porque su fulgurante trayectoria era precisamente lo contrario de lo que en esos años se esperaba de una mujer. Su presencia llenaba el teatro entero, tenía la autoridad de una gran matriarca pero era al mismo tiempo dueña de esa suerte de gracia caída del cielo que los italianos llaman sprezzatura, de manera que uno, como espectador, se descubría presa de su sortilegio cual si fuese un fenómeno natural.
Dentro o fuera de escena, los hombres se achicaban a su lado. No recuerdo qué actores la acompañaban, por buenos y famosos que fueran, si ya bastante chamba tenía disfrutando de las transformaciones de la protagonista. Podía ser matrona, jipi, colegiala, secretaria o dama acaudalada, que uno se lo creía con el mismo entusiasmo. Y podía, también, saltarse cuantas trancas fuera preciso para estar a la altura del papel más difícil y riesgoso.
Alguna vez la vimos en el cine, totalmente desnuda en el papel de esposa del sacristán (Divinas palabras, de Juan Ibáñez). La película era mala y mi madre estaba escandalizada, pero la autoridad sobrenatural que emanaba de aquel mujerón de 46 años me hizo presa de una fascinación perturbadora que hasta la fecha viene a visitarme. Silvia Pinal tenía la destreza suficiente para ser la mujer que le diera la gana, y contener en ella a todas las mujeres.
Jamás la vi fuera del escenario, y la verdad es que no lo lamento. Tener a semejante diosa ahí delante, a un par de metros de donde yo estaba, beber de sus palabras y sus ademanes cual si se dirigieran sólo a mí, respirar a través de sus pulmones, mutar de temple juntos y vivísimos, expropiar en secreto sus arrojos, era todo lo que necesitaba para participar del mito esplendoroso. Y no obstante esa tarde, con Alejandra, me deleité escuchando las pequeñas historias de una mujer distante que, en efecto, me era curiosamente familiar.
“Le tengo dos noticias”, informa el médico al enfermo: “La mala es que tuvimos que cortarle las piernas; la buena es que el señor de la cama de al lado se interesa en comprarle sus pantuflas.” Medio instante después de oír el chiste, Alejandra temblaba de la risa; como yo en otros tiempos delante de su madre. La he visto un par de veces desde entonces, y aún me recuerda como “el de las pantuflitas”.
“Una de cal…”, dice uno en estos casos.