¿Se considera usted una buena persona? Casi todos tendemos a creer que es así, pero de ahí a atreverse a asegurarlo hay un trecho que la gente decente no acostumbra cruzar. Porque en el fondo todos tienen sus dudas, y también porque nadie es intachable, aun si menudean quienes literalmente viven de pretenderlo. Hay por fuerza una carga insostenible en certeza de que es uno “bueno”, más todavía si se trata de una fama pública por la que es necesario responder, y a la cual por lo tanto hay que cuidar como un tesoro frágil (y ojo: en peligro de descomposición).
Se espera, por ejemplo, que un sacerdote o un luchador social sean personas dignas de confianza, sobre todo si tomamos en cuenta que muchos de ellos viven de fustigar los vicios y la indecencia. Son, por definición, personas buenas, tanto que quien sospeche lo contrario se arriesgará a ser blanco de invectivas y estigmas indelebles. Una bondad blindada, sin embargo, está sujeta a toda clase de tentaciones. Tan sólo imaginemos qué sería de nosotros si se nos concediera la absolución implícita de cada una de nuestras maldades. ¿Cuánto nos tomaría convertirnos en monstruos?
La fama de impoluto es ya en sí una licencia para delinquir. No importa lo que uno haga, se asume que sus buenas intenciones van por delante de todos sus actos, así estos resulten aberrantes, infames y evidentes. Cuando estamos seguros de la bondad del prócer o el santón, evidencia y calumnia son la misma cosa. Pues si ya le compramos al sujeto cada uno de sus baños de pureza, lo de menos será seguir dando por buenas sus palabras, más allá del sustento de la lógica. “Es muy buena persona”, aduciremos, y quien nos contradiga se pondrá el sambenito de canalla.
Quien se aplica a hablar pestes de los “malos” puja por obtener nuestra confianza. Más que del enemigo, nos habla de sí mismo. “Yo por supuesto nunca haría algo así”, nos dice en su extrañeza escandalizada, ansiosa de sumarnos a su causa. Le damos, enseguida y sin pensarlo, el fuero suficiente para hacer tanto o más de lo que ha condenado sin levantar con ello la menor sospecha. ¿Y cómo, pues, si ya ha quedado claro que la maldad está del otro lado? La idea es por supuesto estúpida y absurda como el guión de una mala telenovela, valga la redundancia, pero la gente ve telenovelas también para librarse de los demonios de la ambigüedad. ¿Quién no duerme tranquilo cuando tiene bien claro dónde está la maldad y quién la representa?
Reducir la complejidad de la existencia a una guerra perpetua entre buenos y malos es encontrar asilo en el mundo infantil, donde no hay otra responsabilidad que la de obedecer a las voces mejor autorizadas. Ser parte de un rebaño de creyentes o de algún pelotón de militantes supone someterse a esa dualidad necia donde no hay nada en medio de ambos polos y no es posible hallarle defectos a uno sin llevar agua al molino del otro. Cuando niños vemos en nuestros padres el modelo de todo lo aceptable, y algo muy similar ven nuestros compañeros en los suyos, hasta que descubrimos que unas y otras costumbres son irreconciliables, y que al fin cada uno hace lo que puede, según las circunstancias.
Las mejores oportunidades para ser un genuino miserable no las tiene la gente de mala fama, sino quienes consiguen pasar por impecables. Puesto que a aquellos todo se les cobra, mientras a estos todo les sale gratis. Aun pescados con las manos en la masa, el prócer abusivo y el cura depravado tienen siempre algún “malo” a quien culpar. Ciudadanos, al fin, de Buenolandia, defenderán sus limpias intenciones con los medios más sucios a su alcance. Y cuando alguien pregunte si son buenas personas se dirán ofendidos por la duda. Los muy hijos de puta.