Parece un día cualquiera, pero está lleno de señales ominosas. Déjate tú que sea viernes 13, es día de quincena en mitad de la época decembrina. Pasa ya de la una de la tarde y me escapo hacia el sur por el Periférico, decidido a eludir el caos que vendrá, cuando se para en seco la circulación. Recién crucé el entronque hacia Luis Cabrera, contaba con que el tránsito se aligeraría, pero pasan dos, tres, siete minutos y nadie se mueve.
“¡Calma!”, me pido a gritos, atendiendo a una antigua creencia chilanga según la cual mañana todo será peor. ¿Qué puedo hacer? Nada, objetivamente, pero en lo subjetivo tengo algunas opciones. Resoplo varias veces, apago el motor, saco el teléfono y echo a andar un videojuego. Traffic Racer, se llama, y al menos sé que ahí no hay quien me pare. Es verdad que me crispa, en vez de relajarme, pero lo estoy usando como estupefaciente para desentenderme del puente de Picacho, donde ya llevo una veintena de minutos sin avanzar más que unos pocos metros.
Echo, de rato en rato, un ojo al Waze, que insiste en que saldré en nomás tres minutos de este atolladero. Es decir que mi guía está aún más perdido que yo. ¿Pero qué sabe el Waze de esta ciudad absurda y demencial donde todo es posible y nada previsible? Me percato de pronto de que a mi celular le queda un dos por ciento de batería. Adiós, pues, Traffic Racer. Asisto, en lugar de eso, al espectáculo de los jinetes kamikazes, cuyo acto consiste en hacer serpentear sus motocicletas entre las filas de autos a una velocidad espeluznante, probablemente ajenos a la eventualidad de que les abran una portezuela.
Ha pasado una hora y ya avanzamos 300 metrotes. Según el Waze, nos faltan 900 para cruzar el presunto bloqueo. Me queda uno por ciento de batería y lo uso para despedirme de mi mujer por WhatsApp. El teléfono muere, ya no leí su respuesta. Menos mal que no sabe que se me está acabando la gasolina. Por lo pronto, si todo sigue así, habré cruzado el nudo de allá adelante ya cerca de las cinco de la tarde. ¿Empujando tal vez mi camioneta?
Tengo suerte, eso sí. ¿Cuántos hay allá atrás, entre San Ángel y Santa Mónica, que llegarán de noche a su destino? Cada quien, finalmente, mienta madres o se teme lo peor según lo manda su estado de ánimo. ¿Qué es lo que más preocupa a un chilango cautivo de un embotellamiento? Digamos que a los asaltantes les resulta muy cómodo pescarte en ese trance: inmóvil, al cuidado de tus pertenencias y lejos de cualquier autoridad. Súbitamente vienen a pie cuatro barbudos, cerveza en mano, y nos rebasan entre carcajadas. Qué no daría yo por un whisky on the rocks…
3:30 de la tarde. Nos faltan tres hectómetros, pero ya vamos a 600 metros por hora. Me acompaña Bombona, una simpática perrita bull terrier a la que cuidaremos el fin de semana, y cuya compañía es la mejor terapia imaginable. Con una mano le rasco el pescuezo y con la otra voy tomando apuntes para este relato, en el reverso de un estado de cuenta. A lo lejos se miran los tres carriles fluir a cuentagotas hacia la lateral.
“Libertad para Axel Daniel”, reza una pancarta que sostienen, a lo ancho de los tres carriles, cuatro orondos fulanos con la cara más dura que el asfalto, mientras al otro lado sus compinches bloquean asimismo los carriles que irían hacia el norte. Su idea de justicia, por lo visto, es joderle la vida a la mayor cantidad de personas en el más complicado de los días, mientras los policías se rascan la panzota mirando el espectáculo. Ya en la gasolinera, me propongo no salir de mi casa de aquí al día 25. Sé que lo haré, no obstante, y todo será peor, ineluctablemente. “Fatalismo chilango”, le explico a la Bombona, que me mira perpleja y compasiva. Yo en su lugar tampoco entendería.