Es común que en la cárcel se celebre en plan chusco el día de los Santos Inocentes. Todos lo son ahí dentro, según se dice con flagrante ironía, pues suelen ser escasos los presidiarios dispuestos a admitir alguna culpa. Lo cierto, en todo caso, es que ir a dar al bote supone una condena inapelable a perder para siempre la inocencia.
Asumimos que hay más de una inocencia cuando nos arrebatan la segunda, ya lejos de la infancia pero todavía ilusos en cuanto a la pureza de nuestros semejantes. Una vez que has perdido la tercera, la cuarta, la décima inocencia, entiendes que el candor se da por capas, igual que las cebollas, y pelarlo también te hará llorar.
Vivimos malos tiempos para la inocencia. Lo de hoy es el cinismo desafiante, tanto así que a la misma hipocresía le tiene sin cuidado el asunto de la verosimilitud. Igual que procesados y convictos, es común que hoy la gente dé la espalda a las pruebas de su culpa, aún y en especial si estas son concluyentes y escandalosas. Más difícil resulta, así las cosas, defender las verdades incontrovertibles que enarbolar patrañas sacadas de la manga.
“¿Cómo va a ser culpable el señor licenciado?”, razona el cortesano cómplice o lambiscón, “si ya nos repitió que es inocente?”. De más está decir que esta clase de pensamiento mágico —trágico, en realidad— suele ser dinamita para nuestra inocencia ciudadana, o lo poco que pueda quedar de ella después de tanta farsa de cartón. Porque una cosa es que uno aprecie y aun preserve su candor, y otra muy diferente que ya cualquier político pretenda verle la cara de estúpido, sin hacer la menor inversión en talento.
“Maleados”, se nos llama a quienes aprendimos a identificar a la inocencia con la ingenuidad. Leemos el periódico armados de una mueca displicente que encuentra tantos gatos encerrados como buenas noticias se le anuncian. Nos carcajeamos, no sin amargura, de la fe indoblegable de los puros y la ceguera cómplice de los fanáticos. Nos hemos habituado a la perplejidad, como quien se acostumbra a una terapia cruel y para colmo inútil. Y no obstante —déjenme que sea cándido— somos afortunados.
No quiero imaginar el desencanto de quienes día tras día sobreviven a la entronización de la atrocidad, a manos de un Estado dentro del Estado que suple sus funciones y promulga a plomazos la ley del miedo. Si antes temían a las carreteras, ahora sienten pavor de salir a la calle. No descartan, por cierto, la posibilidad de que el hampa llegue a su domicilio y acabe de arrancarles los últimos retazos de inocencia.
Todo va a mejorar, nos prometen los mismos que hace ya varios años nos restriegan que todo está magnífico y reaccionan con furia a nuestro desencanto. ¿Será que de verdad todo va a mejorar para quienes no pueden con el costo de un médico privado, un transporte eficaz, una casa segura, un colegio de paga o un par de guardaespaldas? Perdón, pero me falta la inocencia para creer que en el mismo país donde los funcionarios públicos acostumbran pasarse las leyes por el Monumento a la Revolución, los forajidos van a obedecerlas. ¿Cómo, pues, ante tanta manga ancha?
La inocencia es el lujo que nos damos en medio de las ruinas de la honestidad. Es asimismo el último reducto de nuestro optimismo, no necesariamente porque estemos seguros de esperar lo mejor, sino por no rendirnos al conformismo cínico del comodino. La inocencia es también la facultad de hablar y de escribir lo que a uno se le antoja, tal como le florece en las entrañas, sin tener que medirse y censurarse con tal de quedar bien con los oficialmente bondadosos. ¿Y hay acaso más grande privilegio que el de ser y pensar como uno mismo, en toda su torpeza transparente, en vez del que se esperan los demás?
Salud por la inocencia y quienes, pese a todo, aún pueden pagársela.