“Lo que hoy en día se teme no es ya el engaño, sino el desengaño”.
Era noche de viernes cuando sonó el timbre. Me asomé a la ventana y vi a una mujer atractiva en exceso, pues no sólo era guapa sino además llevaba un vestido tan corto, ceñido y refulgente que era imposible no apreciar el cuerpazo. “Ese coche es mío, me lo robaron la semana pasada”, dijo y señaló hacia el bonito auto que yo recién había comprado. La acompañaba un hombre de siniestra catadura, quien sin más me exigió mostrarle los papeles del vehículo. El intento de estafa era risible, pero salió mi padre y se deshizo en atenciones. “Pásele, señorita, está usted en su casa”.
Ya pasaron treinta años desde entonces y todavía no olvido la gentileza insólita de mi papá, totalmente hechizado por aquella noctámbula evidente que se hacía pasar por agraviada para quedarse con mi coche nuevo. “¿Es que no te das cuenta…?”, le susurré al oído y no, no se daba cuenta. Igual que un boy scout de nuevo ingreso, el hombre estaba ansioso de quedar bien con Bonnie, y de paso con Clyde, mismos que se esfumaron nada más me escucharon levantar el teléfono y pedir una patrulla. ¿A cuánta gente habrían ya timado, con las puras piernotas de la señorita? ¿Bastaba una carnada como aquella para desactivar el sentido común elemental? ¿Funcionaría ese truco tan barato sin la cooperación de los perjudicados?
Llevo un rato mirando a la falsa doctora Marilyn Cote, hoy famosa como émula trasnochada de la bruja Hermelinda, hablar de psiquiatría y profesionalismo en diversos videos, y no entiendo cómo alguien pudo tomarla en serio. La señora —una “psiquiatra” que usa estetoscopio— sufre para enlazar sujeto y predicado, es incapaz de expresar una idea completa, e incluso balbucea, con acento nasal, improvisaciones guturales que busca hacer pasar por idioma francés. Solamente un deseo hondo y empecinado de creer lo increíble —por más inverosímil que se revele— explicaría que la señora Cote haya logrado hacerse de pacientes, pero tal es el signo de nuestro tiempo.
La gente es cada día más fácil de engañar. Tan comunes resultan el fraude y la mentira que apenas nos extraña su apogeo. Se desconfía, en cambio, de los especialistas, y con cierta frecuencia se les reemplaza por improvisados, charlatanes y bandidos. Pocos toleran ya la verdad cruda o la mínima crítica. Menos aún aceptan que eligieron algún camino equivocado, porque entonces tendrían que corregir el rumbo y antes que eso prefieren despeñarse. Son multitud, al fin, y van detrás de tantos demagogos, cuya palabrería hallan incuestionable, que ya sólo por eso se miran infalibles. Nunca, que yo recuerde, la charlatanería más descarada dispuso de tamañas facilidades.
Lo que hoy en día se teme no es ya el engaño, sino el desengaño. Hay demasiada gente que encuentra verosímil y aceptable únicamente lo que le acomoda. “Cada quien su opinión”, nos aleccionan —aunque se hable de hechos acreditados y comprobables— y opinan sobre todos los asuntos, sepan o no de lo que están hablando. ¿Para qué complicarse recurriendo al parecer de los conocedores, si son más accesibles los hijos de vecino que se dicen influencers? ¿Acaso los políticos de lengua larga se molestan en comprobar sus dichos, o al menos rectifican cuando son desmentidos? ¿Quién ha de razonar para tener razón?
Debe de ser muy fácil, en la era del scanner y el photoshop, hacer recetas médicas apócrifas y pasarlas por buenas en cualquier farmacia, si a lo largo de un lustro la “doctora” Cote repartió fajos de recetas apócrifas entre sus candorosos pacientes, sin que uno solo tuviera problemas para hacerlas valer. No es, pues, que los impostores se hayan vuelto más duchos, sino que son sus víctimas quienes dan toda clase de facilidades para ser engañadas. Hay mentiras en tal modo infantiles que ofenderían a la inteligencia, si no se las empleara como anestésicos. ¿Y cómo no va haber una cuantiosa oferta de mentiras, estafas e imposturas, si la demanda es inconmensurable?