El mejor país del mundo

Ciudad de México /
Nadie que yo conozca puede identificar una docena de himnos. Aldo Chairez

¿Alguien sabe cuál es el más hermoso de los himnos nacionales? Para no equivocarse en la respuesta —o al menos para que esta aspirase a una mínima sensatez– habría primero que escucharlos todos, no en una sino en repetidas ocasiones. También sería preciso dejar claro qué tan amplia y concreta sería la hermosura a aquilatar. ¿Contarían, por ejemplo, las letras de los himnos? ¿Bastaría, si así fuera, con tener a la mano buenas traducciones, o habría que ahondar en cada sentimiento nacional —whatever that means— para poder juzgar con objetividad? ¿Qué nacionalidad tendrían los jueces? ¿Cuáles conocimientos musicales, literarios o históricos deberían acreditar, para ser elegidos?

Nadie que yo conozca puede identificar, ya no digamos tararear, una docena de himnos nacionales. Son muchos, sin embargo, quienes están seguros de que el suyo es mejor que cualquier otro, y tal es poco menos (o más, en ciertos casos) que una certidumbre religiosa; prueba de ello es que se hallan siempre listos para pelear por ella cual si fuese un pedazo de terruño. Poco han averiguado de los otros países y sus tradiciones, pero menos aún dudan en compararse favorablemente con ellos, al igual que esos padres cuyos vástagos son por fuerza superiores, en todos los sentidos, a los hijos del resto de la humanidad. No es que ello sea probable o concebible, sino que no soportan mirarlo de otra forma, menos aún delante de la gente. Han de embarrarnos que son invencibles, así el resto del mundo no compita.

A cierta edad es muy gratificante contar con esa clase de certezas. No son pocos los niños que se solazan en la creencia peregrina de que son los campeones del universo. Se entiende que lo griten sin pudor, puesto que están jugando y tienen esa edad en que todo es posible, y a veces necesario, con sólo imaginarlo. Algo falla, no obstante, cuando el sujeto llega a la edad adulta armado de esos mismos argumentos a modo de coraza contra un mundo que según él lo agrede. No hay que ser analista para ver que aquel triste presumido se sabe poca cosa y necesita avasallar a cuanto semejante se le cruce para lidiar con ese y otros complejos. Decir “yo soy mejor”, sin reparar en la ridiculez patente que hay en toda alabanza en boca propia, es un modo barato, aunque eficaz, de expresar justamente lo contrario.

Me he preguntado infinidad de veces cuál querría que fuera mi nacionalidad, de no ser mexicano, y hasta la fecha no tengo respuesta. Soy, me temo, incapaz de imaginarme oriundo de otras tierras, no porque esté seguro de que ser mexicano es preferible a ser inglés, japonés o uruguayo, sino porque resulta que este es mi país, con todas sus virtudes y defectos, tal como el español es el idioma en que hablo y escribo con extremo placer. He estado ya en ciudades muy bonitas a las que con frecuencia añoro regresar, mas prefiero seguir habitando la mía. Me gusta hablar francés y portugués, rasguño con placer alemán, pero tengo un afecto por el español que me lo hace perfectamente irrenunciable. ¿De qué me serviría saber que es el mejor de todos los idiomas, si tal aberración fuese posible?

Dar por bueno el discurso de un demagogo que quiere convencerme de que lo mexicano es siempre superior equivaldría a volver a la remota infancia y celebrar las flores que me echaba mi abuela porque era el niño más gracioso del planeta, solamente que entonces tanto ella como yo sabíamos que aquello era una fantasía cariñosa. ¿Cómo voy a entender que otros fulanos, adultos como yo, den por buena esa clase de zalamería y vayan por la vida jactándose de orgullos infantiles y estúpidos sólo porque no encuentran de qué más presumir? Ya sé, duele crecer, pero más doloroso debería resultar el ridículo cósmico de llegar a viejo sin haberse quitado los pantalones cortos.

  • Xavier Velasco
  • Narrador, cronista, ensayista y guionista. Realizó estudios de Literatura y de Ciencias Políticas, en la Universidad Iberoamericana. Premio Alfaguara de Novela 2003 por Diablo guardián. / Escribe todos los sábados su columna Pronóstico del Clímax.
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