La cabeza del alcalde

Ciudad de México /
Sepelio del edil de Chilpancingo, asesinado hace unos días. Javier Ríos

El mensaje no puede ser más claro. Sobre el toldo de un auto (estacionado afuera de un hotel) descansa la cabeza cercenada del alcalde de Chilpancingo, capital del estado de Guerrero. El resto de su cuerpo se halla dentro del carro, desmadejado sobre el asiento delantero derecho. Cualquiera que lo vea, y en consecuencia ya jamás lo olvide, podrá entender al tiro las instrucciones de los asesinos. Nadie que no sea ellos o tenga su permiso puede ejercer cualquier forma de autoridad, ni pretender siquiera que se manda solo. Pues hoy la autoridad, como la conocíamos, ya dejó de existir, y queda en su lugar la ley de los bandidos (que en realidad no es una sino varias posibles, según cuáles bandidos lleven la ventaja).

¿Qué puede uno esperar de su trabajo, su familia o sus planes ahí donde mandan grandes criminales? Son los dueños de todo, por supuesto, y eso incluye las vidas y destinos de quienes algún día fueron ciudadanos y hoy viven como rehenes de una situación sobre la que no tienen la menor incidencia. ¿Derechos? Hace mucho que los perdieron. ¿Tranquilidad? Ni los mismos matones consiguen disfrutarla. ¿Garantías? Sólo para quienes cedieron a sus extorsiones, aunque eso al fin tampoco les garantice nada porque el chantaje nunca se da por saciado. ¿Seguridad? Si de algo están seguros es de que empeorará, y para quien lo dude ahí está la cabeza del alcalde.

En otras épocas tendía uno a asumir, aunque no sin candor, que las autoridades responsables harían algo (la faramalla, al menos) por pescar a los ejecutores de un crimen tan notorio y afrentoso, pero hoy suele ocurrir que son la misma gente, como en esas películas de vampiros donde nadie se salva de rendirse al poder de las fuerzas oscuras y terminar chupando sangre ajena. ¿Qué temor va a inspirarle la justicia a gente que no oculta sino al contrario, exhibe y publicita sus atrocidades? ¿Quién que tenga algo que perder —negocio, patrimonio, familia— evitará temerse que, en una de estas, la próxima cabeza cercenada podría ser la suya?

Está uno en situación de desamparo cuando se ve a merced de abusos permanentes y pasa que no tiene a quién acudir. ¿De qué jodida democracia hablamos, si en los hechos vivimos bajo la dictadura de los criminales, tanto así que legiones de altos funcionarios temen profundamente incomodarlos y al primer carraspeo se ponen a sus órdenes? Es fácil señalar complicidades, con tantas toneladas de evidencia, pero es también por eso que cabe preguntarse por dónde empezaría quien realmente quisiera combatir esta inmensa podredumbre, y cuánto fuego amigo tendría que enfrentar en el intento.

Hace ya muchos años que la policía mexicana emplea armas de guerra para estar a la altura del poder ofensivo del crimen organizado, que asimismo se cobra las afrentas en las familias de sus enemigos. Se acabaron los límites, ya nada es excesivo. Hoy vemos un alcalde decapitado y mañana veremos a la madre o las hijas de quien sea —por notorio o poderoso que parezca o se crea— descabezadas en la vía pública. ¿Y qué es el terrorismo, sino la diseminación del miedo entre los inocentes? ¿No es acaso el terror la certeza absoluta de que se es absolutamente vulnerable? ¿Qué clase de barbarie habrá que desatar cuando por fin nos llegue el agua al cuello?

Dirán que estas palabras son fruto de la histeria, y es probable que tengan razón. Vivir en un país cuyas autoridades son a menudo electas, manipuladas, sometidas, y cualquier día e estos decapitadas por bandas de maleantes que operan como empresas multinacionales, es fuente de zozobra e insomnio recurrentes. Ya puedo imaginar las risotadas de los asesinos ante la escena del alcalde en pedazos, porque al final el triunfo de esta gente consiste en espolear la fantasía macabra de quienes se han propuesto avasallar. Lo dicho, pues: mensaje recibido. Sigamos adelante con la pesadilla.


  • Xavier Velasco
  • Narrador, cronista, ensayista y guionista. Realizó estudios de Literatura y de Ciencias Políticas, en la Universidad Iberoamericana. Premio Alfaguara de Novela 2003 por Diablo guardián. / Escribe todos los sábados su columna Pronóstico del Clímax.
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