La sinrazón se pega, la estupidez agrede, la mentira enfurece. Por eso el mentiroso, el loco y el estúpido llevan cierta ventaja en toda discusión. Viven libres de dudas y titubeos, sueltan los disparates con la audacia de un niño berrinchudo y se esmeran en hacerte rabiar para que al fin sean ellos los agredidos. Pero ganar con trampas no les da la razón y el tiempo acabará por quitarles la ropa.
¿Cuántas veces, en años escolares, lidiamos con mandriles bravucones que eran en realidad alfeñiques mentales: frágiles, primitivos y claramente cortos de entendederas? ¿Cómo acabó la mayoría de ellos? ¿Verdad que se sentía uno recompensado cuando caían por su propio peso? Algo así sucedió, delante de decenas de millones de personas, a lo largo de la espectacular zurra que propinole, hace unos pocos días, la vicepresidenta Kamala Harris al frustrado golpista Donald Trump.
No recuerdo un debate tan entretenido. Más que un encuentro entre dos candidatos a la presidencia de los Estados Unidos, aquello sería el duelo entre la civilización y la barbarie, el pudor y el cinismo, el derecho y el hampa. La sola idea de que una mujer —astuta, inteligente, cultivada, con oficio en el arte de arrinconar granujas— pusiera a Donald Trump contra las cuerdas invitaba a pensar en la vuelta triunfal de la razón. Ahora bien, contra las cuerdas apenas estuvo. La mayoría del tiempo se le vio en la lona.
Las maneras procaces del bravucón se hacen notar para ocultar el hecho de que estamos tratando con un acomplejado. Le urge intimidarnos, para que no alcancemos a ver sus puntos flacos. Es capaz de esgrimir insultos y amenazas abominables, con una desvergüenza retadora contra la cual no estamos preparados, con tal de encasquetarnos el predominio artero de su antojo. Sólo que nada de eso lo hace más fuerte para quien ya encontró sus puntos vulnerables. De ahí que la ex fiscal de California apuntara hacia el blanco más aparatoso: la megalomanía del palurdo naranja. Todos la conocíamos, ella por una vez le sacó jugo.
“Todavía no puedo dar fiestas como las de Adnan Khashoggi… ¡pero estoy a un pelito!”, se jactó una vez Trump, en los tempranos años noventa, frente a dos periodistas deslumbrados por su aura de cartón. Desde el primer momento de su vida pública, el vástago impetuoso de Fred Trump hizo suyos los modos del pavorreal. Desplumarlo podía ser tan fácil como lanzar pedradas a su vanidad. ¿Cuántos meses pasó remachando ante el mundo, contra las evidencias fotográficas, que la inauguración de su presidencia había sido más concurrida que la de Barack Obama? ¿Es que alguien no ha notado con cuánta admiración se refiere a sí mismo? ¿Quién que se llame Donald y se apellide Trump podría disimular el efecto letal del menosprecio?
Conoce y exhibe uno lo peor de la persona cuando logra sacarla de sus casillas. La risa contagiosa de Kamala Harris es la revancha del estado de derecho contra la imposición facciosa y gangsteril que busca y representa el fan número uno de Vladimir Putin. ¿Hace falta un tratado de Ciencia Política para entender que un narcisista histérico, que en su exasperación acusa a los haitianos de comerse los perros de la ciudadanía, está incapacitado para gobernar a nadie, empezando por su hilarante persona?
Para uno como Trump, el poder verdadero radica en ser capaz de desafiar a la ley, la decencia y la razón y aún así salirse con la suya. Hasta que un día llega una mujer, le fractura el orgullo y acaba por reírse a sus costillas. Encantadoramente, por lo demás. ¿A cuántos criminales más brillantes y menos egocéntricos no habrá visto quebrarse la ex fiscal general, tras haberles hallado el lado flaco? Claro que esto pasó en otro país, mientras el mío se está viniendo abajo, pero no está de más tener en cuenta que aun en un mundo idiota la sensatez acaba por prevalecer, y la prueba hoy se llama Kamala Harris.