A primera vista, la casa —bonita y elegante— parece fuera de contexto, como trasplantada aquí por error. Está al final de una calle arbolada y destaca entre las construcciones más humildes y sin terminar que la rodean. Tiene dos pisos, cochera, vidrios tintados y lo que parecer ser una escalera de caracol.
Sin embargo, no es sólo la apariencia exterior la que llama la atención y es el interior el que revela más detalles intrigantes. Hay un comedor nuevo, sala, cocina equipada con lavadora y un refrigerador de doble puerta. El piso es de mármol. Este lujo no pertenece en un pueblo como este, a la mitad de la nada.
Un imponente cuadro de la Virgen de Guadalupe pintado al óleo domina la estancia, mientras bebo café en una pequeña taza con bordes dorados.
San Marín Texmelucan, uno de los puntos más calientes en huachicol
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Todo comienza con la confianza
—Gracias—, murmuro a la mujer que me lo ha traído, sin dejar de asombrarme del sitio en el que me encuentro, aquí entre campos de alfalfa, en un poblado sin nombre como a unas tres horas de la Ciudad de México.
Agradezco de nuevo a la mujer que me ha traído el café; asiente y se retira discretamente a una esquina, en donde está trabajando en una computadora, revisando hojas de cálculo, como si fuese una contadora.
A medida que observo más, la disonancia entre lo que veo y el entorno se hace más evidente. De no ser por algunos detalles peculiares, ésta podría ser la casa de un profesional en la Ciudad de México, Puebla o Guadalajara. Tiene un aire limpio, hogareño, acentuado por el perro pomeranian que pasea por el césped del patio trasero y que de vez en vez se asoma por una puerta de cristal.
Pero cuanto más observo, más me percato de que algo no encaja. Esta casa tiene una serie de detalles peculiares:
Un alambre de púas, con restos de bolsas de plástico ondeando en el viento, corona los muros de cuatro metros de alto que rodean la propiedad, diseñados para que nadie pueda superarlos. Como si de una fortaleza se tratara, hay otros elementos que le dan un aire de aislamiento a la casa.
La puerta de la entrada es de hierro macizo y por dentro tiene tres pasadores. Luce imposible derribarla. Y por encima de todo, están las cámaras de seguridad. Muchas. El perímetro entero de la casa está bajo vigilancia electrónica.
Toda esta cautela tiene una razón de ser: la paranoia y con justa razón, de Ramiro el huachicolero. Ese es el nombre que le daré al hombre que está sentado frente a mí y que parece un resorte listo para saltar. La mano le tiembla, la frente le suda y el miedo en sus ojos es evidente.
Las condiciones de su reclusión no han ayudado a su salud mental. Ramiro lleva cuatro años sin abandonar estos muros, enclaustrado porque sobre él pende una orden de aprehensión federal, pero su mayor preocupación no es la justicia.
La parte central de su miedo no es la prisión, sino el miedo a la muerte. Todos sus antiguos compañeros han sido asesinados, cazados por los cárteles de la droga que se adueñaron de su negocio. Lo que una vez fue un imperio en crecimiento, hoy es una ruina de miedo y traiciones.
Porque Ramiro no es cualquier hombre. Es el último contrabandista de San Martín Texmelucan. El miembro final de la generación que inició y fomentó el robo de combustible en el poblado, hasta convertirlo en la capital nacional del huachicoleo. A 14 años de su creación, no queda nada de ellos. Los muchachos de la gasolina se han extinguido.
Con un aire de desconfianza, Ramiro accede a contar su historia con una condición clara: no dar a conocer datos que permitan su identificación ni detallen en forma alguna la ubicación de su casa en un poblado cuyo nombre nunca mencionaremos. El tono se vuelve más sombrío cuando explica por qué debe ser cauteloso.
A uno de sus últimos compas lo descuartizaron no hace mucho, con sus piernas, torso y brazos arrumbados en una caja de cartón que fue abandonada en la vía pública.
No se sabe si fue el cártel de Sinaloa o el Jalisco Nueva Generación (CJNG), que se están peleando la plaza desde hace meses y han dejado un reguero de cadáveres en San Martín, transformado en uno de los municipios más violentos de Puebla.
—"¿Cómo sé que no le vas a decir a los federales de mí?", me pregunta antes de comenzar. Sus ojos verdes, enrojecidos, me miran con violencia contenida.
—"Sólo vengo a entender del huachicol. No me interesa tu nombre ni quiero saberlo. Ni siquiera sé quién eres, le digo, levantando las manos en señal de que no tengo nada que ocultar".
—"Ni te lo diría", responde agresivo, indicándome que tendré que ser muy cuidadoso.
—"Voy a confiar en ti sólo porque te recomendaron". La confianza frágil, basada en un conocido mutuo, será crucial para lo que viene.
Así incursionó en el mundo del huachicol
Ramiro comienza su relato desde 2011, cuando trabajaba como operador de grúa en una bodega. El relato arranca no solo como una historia personal, sino como un testimonio del surgimiento de un negocio que cambiaría el destino de toda una región.
Eran los últimos años de la presidencia de Felipe Calderón, y el negocio que habría de devastar a Puebla, Hidalgo, Guanajuato y más estados comenzaba a tomar velocidad y forma: el robo de combustible.
Todo comenzó con un visionario llamado El Pelón, tío de Ramiro dotado de una gran capacidad matemática. Antes de que pregunten por su destino, déjenme zanjar esa duda de una vez: murió descuartizado. Fue desplazado por el cártel de Sinaloa, que le arrebató todas propiedades.
Pero la cita con la muerte le esperaba todavía en el futuro. En ese 2011, cuando Calderón hablaba del huachicoleo en San Martín Texmelucan, El Pelón comenzaba a poner en marcha su propio imperio delictivo, construido con precisión meticulosa y asesorado por ex trabajadores de Pemex. Él conocía San Martín, y ellos sabían todo sobre las posiciones exactas de los ductos.
La mezcla perfecta de "dónde" y "qué": las profundidades, los horarios, las distancias de las patrullas de Pemex. Las rutas de los soldados, los comandantes de la policía local.
Con estos conocimientos, fundaron un imperio que no sólo llenó sus bolsillos, sino que alteró profundamente la estructura social y política del pueblo. Este imperio no tardaría en generar un impacto devastador en la región.
Ver a El Pelón negociar era un espectáculo fascinante. Con sólo observar sus cálculos, Ramiro se sintió seducido por la idea de formar parte del negocio.
—"De él aprendí que los centavos en grandes cantidades representan mucho, mucho dinero" —me dice.
—¿Cómo es eso?
—"Veinte, treinta, cincuenta centavos por arriba o por abajo en un litro, por mil litros, es muchísimo dinero. Se acumula, créeme".
Como la gasolina fluyendo por los ductos, Ramiro vio una oportunidad de escapar de su vida anterior. Olfateó la posibilidad de dejar un trabajo mal pagado, extenuante y de largas jornadas, por una nueva, llena de abundancias y promesas generosas. Empezó desde abajo, y el relato que sigue nos llevará de sus humildes orígenes a su apogeo hasta su eventual caída.
Iremos a sus días de gloria como el rey de una de las tenencias de San Martín, hasta el momento inevitable en que lo perdió todo.
Estructura criminal en el huachicol
En la jerarquía del huachicol, de abajo a arriba, hay seis escalones: halcón, valvulero, chofer, bodeguero, controlador de piscina y dueño de camioneta. Los salarios corresponden al nivel de habilidad requerido para las tareas, desde tres mil pesos por vigilancia, hasta veinte mil por conducir una camioneta.
Quien posee una troca puede ganar hasta 70 mil pesos a la semana, una fortuna rápida y fácil, que superaba cualquier salario promedio en la región.
A este lucrativo esquema se sumaba el contexto social. Dinero libre de complicaciones en un poblado donde la mitad de sus habitantes vive en pobreza, y donde la principal actividad económica es trabajar para Pemex, en el campo o maquiladoras, con jornadas extenuantes por doscientos pesos diarios:
¿Cómo resistir la tentación cuando se ofrecía más dinero en una semana que en meses de trabajo extenuante en Pemex o maquiladoras?
Así fue como Ramiro, con sus habilidades técnicas, inició su camino en el huachicoleo. En esta primera etapa del huachicol, formaba parte de los equipos que perforaban ductos clandestinamente.
El proceso era rápido: identificar el punto, excavar, determinar el combustible, instalar una válvula externa (niple, o pezón, por su parecido), conectar la manguera y vaciar el contenido.
La eficiencia del proceso era impresionante. La operación era tan veloz y estructurada que llenaba un bidón de mil doscientos litros en un minuto, gracias a la presión del ducto. Un regalo caído del cielo o surgido de la tierra, pero que también drenaba de recursos las arcas del gobierno mexicano.
Como un engranaje bien aceitado, camionetas de redilas y bateas hacían fila para recibir su cargamento. El tiempo siempre era un factor en contra, pero cuando había la oportunidad, los huachicoleros aprovechaban cada segundo y hasta usaban pipas.
En la repetición cotidiana, esta operación amplificaba su impacto y adquiría otra dimensión. El pinchado se realizaba hasta cinco veces al día, siete días a la semana, cubriendo decenas de kilómetros de ductos mal custodiados profundizando la hemorragia financiera de Pemex.
Era imposible controlar todos los frentes. No había soldados, guardias o policías que pudieran vigilar todos los puntos pinchados. Al igual que un organismo que sangra poco a poco, Pemex perdía miles de litros con cada corte. En paralelo, millones de pesos cambiaban de manos.
Ramiro explica la velocidad con que operaban: “Es que la presión sale rápido y una vez que conectas la manguera, no te tardas nada en llenar”, me dice.
Era un negocio frío y calculado: contra reloj, cada pinchazo activaba un juego del gato y el ratón con los equipos de la Dirección General de Seguridad Física de Pemex, que detectaban la caída de presión en un ducto cuando había una toma ilegal.
Pero en este juego de riesgos, la eficiencia no siempre garantizaba el éxito a largo plazo.
—¿Y Pemex no se daba cuenta?, le pregunto.
—"A sus equipos les tomaba veinte minutos llegar, mínimo, y como teníamos halcones por todo San Martín, podíamos calcular exactamente por dónde vendrían. Cuando llegaban, nosotros ya no estábamos. Nos habíamos ido".
En ese aprendizaje vinieron y se fueron 2012, 2013, 2014. Con el paso del tiempo, Ramiro desarrolló un sexto sentido para el negocio. Como un susurrador de ductos, explica como llegó a entender que cada combustible tiene su propia identidad: su comportamiento, movimiento, olor y, sobre todo, su riesgo, siempre ligado al fuego.
“Llegó un momento en el que nada más con poner la mano sabía si era gasolina, diésel o gas”, presume.
—¿Y eso cómo es?, le pregunto.—"La gasolina es caliente".
—¿Y el gas?
—"Frío".
—¿El diésel?
—"Ese es tibio".
—¿Y cómo perforabas el ducto?
—"Con una tarraja, una especie de palanca, a la que le decíamos el tecolote. Con una de tres cuartos o media, la presión que sale es enorme.
—¿Qué preferías ordeñar?
—"Diésel. Al principio no trabajábamos con gas ni gasolina, porque el riesgo era alto. ¿Sabes eso de que un celular puede hacer estallar una gasolinera? Es cierto".
El riesgo de muerte inminente estaba a sólo una chispa de distancia y en particular la precaución de Ramiro tenía un origen trágico. Una vez, en otra cuadrilla, un integrante encendió su celular durante la ordeña.
La chispa eléctrica causó un incendio que vaporizó parte de su cuerpo e hizo volar la camioneta donde tenían los bidones. Un error simple que nos lleva a una reflexión contundente de Ramiro:
“Nel. Picar gasolina es muy peligroso”.
Ruta del huachicol: ¿Cómo es posible el tráfico?
San Martín Texmelucan ocupa una extensión territorial de casi setenta y dos kilómetros cuadrados, lo que equivale, para dar una idea, a la alcaldía Magdalena Contreras en la Ciudad de México. A diferencia de esta última, su geografía no es complicada: es un enorme llano.
De ahí deriva una pregunta clave: ¿Cómo entonces explicar que los huachicoleros operaran con impunidad durante tantos años en un municipio pequeño, fácil de controlar y patrullar?
La respuesta, sospecho, está en la astucia de quienes dominaban el territorio. Los huachicoleros conocían bien el terreno, mejor que los soldados de vigilancia de Pemex, a los que la huachicoliza apoda despectivamente como palomas por sus uniformes blancos.
Ramiro describe la relación de los huachicoleros con el terreno como un constante juego de astucia, como si fuera una partida entre Robin Hood y el sheriff de Nottingham. Los contrabandistas tenían escondites distribuidos estratégicamente por toda la región y sabían exactamente dónde esperar cuando llegaban las cuadrillas de Pemex.
Ejemplo de esta astucia es el escondite de la Virgen, que Ramiro menciona con cierta nostalgia. Es una anécdota que me explica por qué, en la casa en la que estamos llevando a cabo nuestra entrevista, hay un óleo enorme de la guadalupana.
El escondite se halla al norte de San Martín, cerca de los tiraderos de basura. Cuando estuve ahí, pude ver sólo campos polvorientos y algunos carros jalados por burros, transportando fierro viejo. Y en un muro, la virgen. Un altar que está justo encima de un ducto de Pemex y en el que se escondían las mangueras, bajo un fondo falso.
Por eso, ahora hay que imaginar la escena de cómo inicia una operación común y corriente de huachicoleo. Corre el reloj: La cuadrilla saca las mangueras, usa la tecolota, conecta el bidón y comienza a drenar la gasolina o el diésel.
Todos saben qué deben hacer y cuánto tiempo tienen de hacerlo, porque a unos cinco kilómetros de distancia, en la estación de bombeo de Pemex, una alarma se enciende en el tablero del vigilante de guardia. El tiempo es el enemigo.
Luego de que el equipo de Pemex es alertado, la patrulla de la Dirección General de Seguridad Física puede tardar entre 10 y 20 minutos en salir, y otros 20 minutos más en llegar al punto Cada segundo cuenta y el margen de tiempo es vital para los huachicoleros.
Durante ese lapso crucial, la cuadrilla comienza a medir el tiempo mientras llenan bidón tras bidón. Un minuto. Cinco. Diez. Si los cálculos de Ramiro no fallan, contenedores de mil litros se pueden llenar en un minuto y 45 segundos: una verdadera mina líquida.
Podemos reconstruir lo que se escucha en los radios de los halcones, quienes anuncian la posición de los palomos de Pemex.
"Vienen las tortugas... Aguacates... 32s, 40s, 38s" —una cadena de códigos que reconstruyo del argot que me explicó Ramiro. Cada uno describe la amenaza inminente con un lenguaje críptico y eficiente. Aguacates equivale a soldados, 32 a policías estatales, 40 a ministeriales, 37 a municipales...
Y, justo cuando la amenaza parece tangible, para cuando las fuerzas federales o estatales están a 10 minutos de distancia, los contrabandistas ya han desaparecido, llevándose su botín líquido. Miles de pesos de gasolina listos para el mercado negro, desvanecidos en la neblina del ingenio de una banda de ladrones de combustible.
—"Hacíamos lo que queríamos", me dice Ramiro.
Entiendo, en efecto, que hicieron lo que quisieron. En sus días de gloria, Ramiro me cuenta que disfrutaba el lujo del huachicoleo. Prada, Gucci y Ferragamo eran su uniforme. Reflejo del poder que llegó a tener.
—Ramiro, ¿cuánto ganabas en una buena semana? —le pregunto.
—"Hasta doscientos mil pesos libres" —responde sin inmutarse.
—¿Y qué hacías con ese dinero?
Con naturalidad, me cuenta: "Me iba a Puebla con mi familia de fin de semana y me podía quemar 70 mil pesos sin problema. Ropa, comida, cenas".
En esos días, el dinero fluía sin control. Nuestro contrabandista compraba camionetas en efectivo, sin pestañear, para seguir alimentando el negocio.
Esos días dorados también le permitieron construir varias casas, adquirir un rancho y expandir su flotilla de vehículos. Junto a su tío, El Pelón, vivían como si no hubiera mañana.
El sexenio de Enrique Peña Nieto fue su auge, con la policía federal recibiendo su tajada, al igual que las autoridades locales de Cholula, donde se estableció el mayor punto de venta de huachicol de la región. Todos ganaban. Sólo Pemex perdía.
Pero toda fiesta tiene su fin. Después de los excesos, llegó la resaca, como suele suceder. Sin necesidad de hablar de los detalles del descenso de Ramiro a la drogadicción, baste con decir que el lujo vino acompañado del desenfreno. Ese fue solo el preludio de su caída, acelerada por la llegada de los cárteles de la droga en 2016.
Relevancia de Sinaloa en el tráfico de huachicol
—"Vinieron y empezaron a matar a la banda —recuerda Ramiro. Su inquietud es palpable ahora, con sudor cubriendo su rostro y su mano temblando al sostener la cabeza. El aire en la habitación se vuelve más denso a medida que relata esta parte. —Les tenías que pagar tributo".
Intrigado, le pregunto: —¿Sinaloa?, la respuesta viene salpicada de un cierto humor negro.
—"Sí, y eran unos pendejos. Al primer encargado de plaza que llegó, nos reunió un día a todos en un salón de fiestas, sacó su pistola para amenazarnos y se la disparó accidentalmente. Se voló la punta de su pene, el pendejo (sic). ¡Tuvimos que llevarlo al doctor!".
Aunque en su inicio parecían incompetentes, los sinaloenses supieron tomar control del negocio. El verdadero cambio llegó cuando decidieron apoderarse de toda la cadena, como buenos empresarios.
Lo que comenzó como caos rápidamente se convirtió en un sistema organizado bajo su control. Poco a poco, fueron desapareciendo los intermediarios, hasta que El Pelón fue levantado.
Fue el punto de no retorno y Ramiro tuvo boleto de primera fila. Su familia se vio obligada a entregar todas sus propiedades: los ranchos, las casas, las camionetas. Todo, con la esperanza de liberarlo, aunque, como ya les conté, fue en vano.
Lo que vino después fue la caja donde terminó su cuerpo, abandonado y reducido a restos. El imperio del huachicol, arrumbado en una caja de cartón corrugado.
Evitando los detalles más crudos, Ramiro rememora la escena de la caja. Prefiero no describirla y mientras conversamos noto que su respiración es más pesada, señal que me indica que nuestra conversación también llega a su fin.
—"A eso que le pasa se le conoce como estrés postraumático" —le digo, pecando de confianza.
Ramiro sólo me mira con esos ojos enrojecidos, incapaz de una respuesta verbal, pero su mirada lo dice todo.
Checa AQUÍ la historia de Ramiro en formato de CÓMIC.
RM