La maestra Claudia Alarcón Zaragoza sabe que es difícil tener libre albedrío cuando se vive en la pobreza y la pobreza es como un “cuarto sin ventanas”. Estás encerrado y atado de manos, sólo con un acto de magia podrías escapar.
¿Por qué una egresada de la carrera de Letras y de Filosofía de la ciencia de la UNAM impartió talleres a jóvenes presos en un penal de alta seguridad? Por vocación y porque descubrió que la literatura es un medio para proyectarse sin temor a ser juzgados.
Las historias de carencias y olvidos las conoce de primera mano. No se quedaron en el cubículo universitario, en los seminarios o en los papers académicos. Me cuenta sobre el estudiante de Chiapas que llegaba a clase sin haber comido en 48 horas, dos horas a pie en medio de la sierra para acceder al conocimiento.
Como secretaria académica de una institución de educación superior en Michoacán (2006) se opuso, en primer término, a que se realizara un concurso de belleza. El cisma. En vez de eso: concursos literarios, de ciencias e ingenierías. Convenció a los padres de que sus hijas podían estudiar y no sólo dedicarse a las tareas domésticas. Cuando logró eso sabía que tenía un compromiso moral y una presión más.
Para sus talleres en el penal de alta seguridad preparó materiales que tuvieran que ver con el libre albedrío, la libertad y la responsabilidad. Utilizó un poema de Luigi Amara que cuenta la historia de un oso que vive en una paradoja: en el mar es fuerte, pero cuando sale a la superficie ve el cielo, la perspectiva cambia, hay colores, vida. Uno de sus alumnos, un sicario, se identifica con el tema:
“Es que soy yo ese oso. El agua es como estar aquí adentro. Aquí todos me temen. Aquí todo es gris, no hay colores. Todos me tienen miedo, pero cada que volteo y veo el cielo, tengo ganas de estar afuera de este sitio. Yo soy ese oso”.
En una ocasión le tocó estar en un conato de motín. “Me asusté muchísimo”. Los reclusos están separados por patios. En uno están los más peligrosos, los más violentos. Hay otro para los que acaban de llegar y se vayan familiarizando y luego el patio donde están los más tranquilos, con los que trabajaba. Todos son chavos que cometieron homicidio. En un descuido de los guardias se brincaron y ya tenían conflictos previos, conflictos afuera porque eran miembros de cárteles distintos. Se golpearon. Ella estaba allí.
“Me encerré, tienen una micro biblioteca de dos metros cuadrados, pero la biblioteca tiene una puerta de madera. Ese día me cuestioné regresar. Este es uno de los muchos riesgos que vas a tener”, dijo.
“Pero regresaste”, le digo.
Sonríe y me dice: “Sí”.
A Claudia Alarcón le encanta la polémica, es muy activa en las redes sociales. No deja pasar ningún ataque, ningún cuestionamiento, ninguna duda. Comparte sus lecturas, sus dudas, sus miedos. Quienes la conocemos sabemos que puede hablar durante horas de los temas que le apasionan y que de la literatura, los viajes, la academia retornaremos a sus alumnos.
Siempre regresamos al mismo punto: el hombre y sus circunstancias. Es fácil decir: yo no hubiera hecho esto. Y Claudia me lo repite: ¿sabes cuáles fueron las circunstancias de esos jóvenes? Crecieron en barrios donde hay que tomar decisiones de vida a los 12 años, donde una riña puede terminar en muerte.
Y luego la palabra clave: el abandono. ¿Qué contrapeso hay? ¿Por qué alguien se vuelve sicario, se incopora al crimen organizado? El común denominador en las historias de delincuencia que conozco es el abandono, señala. El abandono del padre, de la madre, de la sociedad, de las parejas. “Saberse que uno no es sujeto de preocupación, de interés, de atención de los otros”.
Es el caso de uno de sus ex alumnos. El padre se fue, un Pedro Páramo más, la madre se deprimió y aunque su cuerpo seguía ahí también se fue. Desvanecida por la tristeza, los tres hijos quedaron a la deriva, el más grande, de 12 años, tuvo que tomar las riendas de la familia y se incorporó a la filas del crimen organizado.
Me cuenta que en los talleres hicieron un ejercicio radiofónico y que aunque desordenado planean hacer unos podcast. Era un espacio en el que podían expresarse y se divertían.
“¿Por qué?”, cuestiono con mi suma de prejuicios y suponiendo que si estás en una cárcel de alta seguridad sólo puedes contar tragedias, llorar y maldecir.
“Porque así son, alegres, porque tienen una forma de expresarse”, me dice la doctora ante de la Universidad Autónoma Metropolitana. La egresada de Lengua y Literaturas Modernas Inglesas de la UNAM lleva 15 años trabajando con adolescentes y jóvenes en condiciones de vulneración social en zonas rurales, indígenas y no indígenas y hace más de cinco años empezó a trabajar con jóvenes en conflicto con la ley, particularmente en comunidades de tratamiento de la Ciudad de México. Ha hecho trabajo con niños en Santa Martha -los hijos de las internas- y desde hace un año en un programa de Prevención de la Violencia y el Delito con adolescentes y jóvenes en el Estado de México.
ledz