Él dibuja la piel "a la vieja escuela", utiliza un poco de tinta, una pluma y una aguja que se mueve gracias a un pequeño motorcito. Su nombre, Roberto Candia Salazar, mejor conocido como Tito, el último tatuador del Palacio de Lecumberri.
En entrevista, relata que fue a los nueve años cuando sintió el deseo de tatuarse luego de ver al maestro hojalatero de un taller donde dormía en “algún lugar de Colombia”. Fue a los 12 años cuando llegó a nuestro país, “se me contrató para traer como ‘burro’, un cargamento (droga) para acá, junto con papá y mamá, supuestamente, llegamos a la Ciudad de México”.
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Ya en México, estuvo en la frontera norte y cruzó a Estados Unidos en “las Dakotas” como él le llama. En la Unión Americana conoció a una “dama” que tenía en su cuerpo unos dragones y creció su deseo de tatuarse.
Años después, regresó a la Ciudad de México, a la colonia Martín Carrera. Fue en esta etapa cuando comenzó a vender sustancias prohibidas. Lo detuvieron cuando iba a entregar “mercancía” en la Santa María la Ribera. Lo encarcelaron en Lecumberri.
Fue aquí cuando Tito conoció a “Miguel”, de quien aprendió a dibujar la piel. De hecho, este preso le hizo su primer tatuaje, “él empezó a pinchar la piel y momentáneamente sí fue un dolor cabrón, luego ya me escurría la sangre, pero limpiaba”. Su primer tatuaje le costó 15 pesos.
Meses después, él se convirtió en tatuador. Si bien, pintarse la piel era algo común entre las personas privadas de su libertad, tenían que hacerlo en silencio, “cuando yo tatuaba ponía a alguien, 'párate ahí y cuando venga el rondín o cuando vengan los comandos, me avisas y quitamos todo'”.
Él estuvo prisionero entre 1971 y 1975. Al salir de la cárcel buscó empleo, sin embargo, fue difícil; recuerda que en una planta de Ford lo discriminaron por sus tatuajes.
“Desde ese momento mi tatuaje se convirtió en un estigma”, lamentó.
Afortunadamente encontró empleo, pero no le fue muy bien porque en varias ocasiones, la policía de ese entonces le quitaba sus pertenencias.
Años después, en 1989, regresó a la cárcel, al reclusorio Norte, tras participar en un asalto que dejó dos muertos. Mientras cumplía su condena, perfeccionó su técnica para tatuar.
“La máquina que hice, conseguí un motor, agarré una cuchara de metal, porque lo haces una cuchara, corté la pluma y le quité el balín de aquí, porque aquí es donde estás escribiendo, conseguí una cuerda de guitarra, afilé la punta”.
Tras 25 años de estar encerrado, en 2011 salió de prisión. "Ser libre, no fue fácil", dijo. El mínimo movimiento o sonido le recordaba sus días de prisión. Aproximadamente medio año después de estar fuera de la cárcel, fue cuando retomó su pasión.
“Y me dijo (mi esposa) ¿por qué no te pones a tatuar ahí? (en el tianguis de La Raza), pero pasaron como tres, cuatro meses, cinco meses de que yo salí de aquí”.
Actualmente tatúa en su domicilio, en Vallejo y en el tianguis de La Raza.
“Sí sobreviví en la prisión tatuando, ¿por qué en la calle no?”.
Aunque ha sido discriminado por sus tatuajes, para él, tenerlos ha sido lo mejor que le ha pasado.
“No te preocupes yo soy tatuador y te aseguro, hasta damas que están esperando el trolebús me ven y les da temor y yo les he dicho, 'no se preocupe, usted está más segura aquí conmigo, que pase alguien y yo le defiendo'”.
El último tatuaje que se hizo fue cuando cumplió un año más de vida, “el código de la cárcel, no veo, no oigo, no hablo. Al preguntarle el motivo por el cual decidió tatuarse eso, dijo:
"Este fue cuando cumplí un año más de vida y me lo puse porque yo así soy y los cráneos fueron los difuntos que pasaron por mi vida".
Tito dijo que a pesar de la maldad que hubo en el “Palacio de Lecumberri, en la oscuridad de mi celda, también florecen las rosas, rosas negras del Tito El Colombiano”.
FS