El martes 9 de julio se cumplieron diez años del registro de Morena como partido político. Los aniversarios traen recuerdos, inevitablemente. Si no, ¿para qué son? El recuerdo de la fundación de Morena trae asombro y nostalgia para quienes simpatizamos con sus causas.
‘Asombro’ porque ha sido descomunal lo que ha ganado en tan poco tiempo: gobierna veinticuatro estados (contando los dos gobernados por sus aliados) y ha ganado dos veces la Presidencia de la República, además de vastas mayorías legislativas.
‘Nostalgia’ porque, aunque cada victoria de la izquierda partidista sea motivo de alegría, es inevitable recordar el tiempo en el que esas victorias eran apenas ilusiones, incertidumbres, mítines desangelados algunas veces y, otras, ríos furibundos de personas, como las que marcharon contra el fraude en 2006 o contra el desafuero de Andrés Manuel López Obrador un año antes; los tiempos en los que costaba ganar y en el camino de las derrotas se acumulaba la solidaridad y la simpatía al susurro de una consigna: “para un obradorista no hay nada mejor que otro obradorista”.
Desde antes del obradorismo, la izquierda mexicana avanzó siempre con todo en contra: persecución, cerco en los medios, campañas sucias groseramente financiadas y un sentido común infundido por los generadores de opinión pública que era difícil de desmantelar, profuso en estereotipos engañosos y clichés, como que la izquierda es de rijosos, de flojos, el pobre es pobre porque quiere, mejor pónganse a trabajar.
Durante décadas, la izquierda asumió como parte de su genio la costumbre de no ganar, pero nunca se entregó a la comodidad de sentirse vencida. Dije ‘no ganar’ por no decir ‘perder’. Aunque las dos cosas sean lo mismo, no es lo mismo perder que derrotarse.
El perro que alcanzó la ambulancia
Morena le debe el cúmulo de victorias que siguieron a la perseverancia, no solo a la de su mayor dirigente, sino a la de los hombres y mujeres que se gastaron con él las suelas, tocaron puertas, convencieron a diez que tuvieron que convencer a diez más que, a su vez, convencieron a otros diez —esa fórmula exponencial de la esperanza—, porque hay que decir que la izquierda sobrevive con tercos y jamás con resignados.
Después vino 2018. El desconcierto del triunfo tan abrumador quedó bien descrito por nuestro amigo José Sierra: “Me siento como el perro que alcanzó a la ambulancia”.
La imagen captaba bien la sensación de otro modo indescriptible de ese momento simultáneamente alegre y desconcertante. Pero, a diferencia del perro, que pierde interés no bien hunde los colmillos en el caucho de la rueda, la izquierda partidista mostró que no solo se había templado en el arte de perder, además era buena para ganar.
Y siguió ganando. Más allá de las elecciones, ganó lo impensable: la batalla por el sentido común. La “opinión general” dejó de ver a la izquierda como una panda de revoltosos —como solían decir mis tías en los años ochenta—, y la reconocieron por sus más altas banderas: la lucha contra la desigualdad en todas sus formas, la ampliación de los derechos para todos, la justicia social.
Tan buena prensa ganó la izquierda, que ahora todos se autoadscriben a ella, desde Claudio X. González hasta los analistas de medios hegemónicos cuya contribución más aguda —en sus términos— a la explicación de la realidad política es espetar, sin buena razón alguna, que López Obrador y su partido, por una razón u otra, no son de izquierda tanto como ellos.
El legítimo adversario se perdió
Una cosa jamás perdió la izquierda en estos años: su legítimo adversario. Los partidos y los autonombrados apartidistas que buscaron durante todo este lapso restaurar el régimen previo, los comentaristas que difundieron mentiras, bulos y simplificaciones, los que desearon desde la entraña ver fracasar al proyecto progresista e hicieron todo lo posible por lograrlo, fueron los adversarios visibles y declarados del obradorismo.
Hasta que pasó lo impensable: ese adversario también se perdió. Hecho polvo después de la avalancha electoral del 2 de junio de 2024, con una plataforma ideológica completamente borrada por alianzas incongruentes con grupos políticos con los que no se compartían ni principios ni ideales, los adversarios de Morena se agruparon en torno a lo único que por naturaleza es imposible de compartir: la codicia. Ahora se disputan las migajas de los partidos a los que hundieron.
La pregunta que queda en el aire es si, a diez años de su fundación y dos presidentes electos después, Morena sabrá administrar su triunfo masivo y no desperdiciarlo, como diría el dicho popular, ‘en infiernitos’.
Si el obradorismo, a pesar de ser tan indiscutiblemente mayoritario, seguirá gastándose las suelas, convenciendo con razones, reconociendo a sus compañeros de principios. Si quienes tienen a su cargo la noble tarea de gobernar resistirán a la inercia de olvidar su respaldo popular, porque no hay mayor humillación para un espíritu republicano que el ser identificado con una ‘clase política’ distante y separada de la gente común.
Si, en suma, Morena, a pesar de no cansarse de ganar, seguirá abrazando ese lema que tejió su triunfo en las derrotas: “para un obradorista no hay nada mejor que otro obradorista”.
Violeta Vázquez-Rojas Maldonado es lingüista egresada de la ENAH, con doctorado por la Universidad de Nueva York. Profesora-Investigadora, columnista y analista, con interés en las lenguas de México, las ideologías, los discursos y la política.
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