Era enero de 1979 y un aire de expectativa rodeaba al mundo católico. Juan Pablo II, recién elegido como el primer papa no italiano en 455 años, emprendía su primer viaje internacional. Su destino: República Dominicana, Bahamas y México. Entre los compromisos que lo esperaban, había uno que él anhelaba especialmente: visitar el santuario de la Virgen de Guadalupe, donde le pidió que le concediera un milagro.
El 27 de enero, en la Basílica de Guadalupe, se vivió un momento que marcaría la historia del siglo XX mexicano. Por primera vez un papa visitaba y se arrodillaba para besar el suelo azteca. Juan Pablo II, de pie ante el manto de la Virgen, se inclinó en oración. Allí en el Tepeyac entregó sus anhelos. Le pidió un milagro: volver a pisar su tierra natal, Polonia, un país que vivía bajo el socialismo, inmerso en la opresión de la Guerra Fría. La posibilidad parecía remota, casi imposible, pues él mismo, desde hacía al menos tres décadas, era un perseguido por los servicios de inteligencia soviéticos.
Eduardo Chávez, canónigo y doctor en Historia de la Iglesia por la Pontificia Universidad Gregoriana en Roma, fue testigo del momento. Recuerda aquel día para DOMINGA: “Él le pidió a la Virgen de Guadalupe algo que parecía imposible, poder entrar a su país, que en ese momento era comunista. Pero ¿cómo no iba a lograrse?”.
Aquella visita fue un antes y un después, no sólo en el pontificado de Juan Pablo II, sino en la historia misma de la Iglesia. En la Ciudad de México, el Papa comenzó su recorrido en una misa en la Catedral Metropolitana, donde Chávez sirvió como acólito. Durante su estancia, Juan Pablo II expresó su cercanía con el pueblo mexicano y su profundo amor por la Virgen de Guadalupe con su icónica frase: “En mi patria se suele decir, ¡Polonia, siempre fiel! Ahora también puedo decir. ¡México, siempre fiel!”.
Cinco meses después, como suelen decir los relatos católicos de vidas ejemplares, la petición de Juan Pablo II se materializó. El 2 de junio de 1979, Karol Józef Wojtyła regresaba a Polonia. Aquella era la primera vez que un papa ofrecía su homilía en un país sometido al régimen soviético.
Durante la Guerra Fría, la Santa Sede y la Europa socialista del Este habían roto las relaciones diplomáticas. Sus predecesores, sobre todo Juan XXIII y Pablo VI, ya habían allanado un camino para su regreso a Polonia, documenta la periodista española, María Ariza Rossy, en su tesis de grado para la Universidad Pontificia: “Y es que Pablo VI se sumó a la llamada Ostpolitik”, refiriéndose a la política de acercamiento hacia el bloque del Este. Esta diplomacia por parte de Pablo VI y su secretario de Estado, Agostino Casaroli, logró incluso una audiencia con Nikolai Pogdorny, entonces presidente del Sóviet Supremo de la Unión Soviética.
La imagen del Pontífice Juan Pablo II en su tierra natal, desafiando las tensiones de la Guerra Fría, resonó en suelo católico como “símbolo de esperanza”, “libertad para el mundo” y comenzó el proceso que acabó por derribar el Muro de Berlín.
Por eso, 23 años después, cuando tenía que realizarse la canonización de Juan Diego –el indígena chichimeca testigo de la aparición guadalupana–, Juan Pablo II, a sus 82 años, padeciendo de un párkinson, se empeñó en realizar el viaje nuevamente. En aquella época, Chávez, recién nombrado secretario general de la quinta visita del Papa a México fue testigo de las discusiones a puertas cerradas en el Vaticano, entre el personal médico y de logística de la Santa Sede, que suplicaban suspender sus planes de viaje a América, pues su propia vida corría peligro.
Auschwitz: el horror que persiguió a Juan Pablo II
En un rincón de Polonia, a solo 32 kilómetros de Auschwitz, nació Wojtyła, en el pequeño pueblo de Wadowice. Su cercanía con Auschwitz no era sólo geográfica; era una herida espiritual que marcó profundamente al joven Wojtyła.
A los 19 años, cuando Hitler invadió Polonia, Karol vio cómo su país se convertía en el primer objetivo del régimen nazi. Para sobrevivir, era un seminarista incógnito y trabajó como obrero en una fábrica de químicos, una tarea que le salvó de la deportación a Alemania, pero que no pudo protegerlo del dolor de ver a su pueblo sucumbir ante la opresión, donde las mujeres se convertían en viudas y niños en huérfanos.
Según el historiador, Andrea Riccardi en su libro Juan Pablo II: la biografía, Wojtyła seguía trabajando en aquella fábrica química cuando Polonia fue sometida al socialismo, junto con otros 17 compañeros del seminario. Stalin, a través de espías pro-soviéticos infiltrados en el ejército alemán, al descubrir la condición religiosa de aquellos obreros, los deportó a todos a campos de trabajo, los gulags de Siberia. A todos, menos a uno: Wojtyła. Un oficial ruso, Vasily Sirotenko, llevó a cabo la operación y al conocer de su dominio de idiomas –Karol llegó a hablar 13 idiomas a lo largo de su vida– decidió no enviarlo a Siberia y valerse de él como traductor.
Durante la guerra, Juan Pablo II sintió que se había rozado con el “infierno”. En su primera visita a México de 1979, en la ciudad de Monterrey, Juan Pablo II recordó esa oscura época y habló frente a los obreros mexicanos: “No olvido los años difíciles de la guerra durante la cual yo mismo viví la experiencia de un trabajo físico como el de ustedes. Sé perfectamente cuán necesario es que el trabajo no sea fuente de alienación y frustración, sino que se corresponda con la dignidad superior del hombre”.
El escritor y periodista español, José María Zavala, autor de El enigma Wojtyla, Un retrato desconocido de Juan Pablo II, explicó –durante la presentación de su libro– que el Papa, a lo largo de los años posteriores a la Segunda Guerra Mundial, criticó fervientemente la ateización que implantó Stalin en los países controlados por el comunismo. Mientras su tenacidad daba sus frutos y conseguía la orden para que se construyera una iglesia en Nowa Huta, Cracovia. El papado de Juan Pablo II daba sus primeros pasos en un mundo todavía dividido en dos polos: capitalista y comunista.
La conexión entre Juan Pablo II y la Virgen de Guadalupe quedó grabada. En ese encuentro en la Basílica del Tepeyac no sólo se cumplió ese anhelo de volver a su patria, sino que encendía una llama de esperanza para millones de polacos católicos.
En las biografías de Wojtyła se ha contado que uno de sus anhelos, al ser nombrado pontífice y volver a Polonia, era visitar Auschwitz y condenar el Holocausto. Ante el milagro cumplido por la Virgen de Guadalupe, al quinto día de haber llegado a su tierra natal, se dirigió hasta el mayor campo de exterminio construido por los nazis en ese país, Auschwitz, Alemania. “Se calcula que 1.3 millones de personas fueron enviadas a Auschwitz entre 1940 y 1945, y al menos 1.1 millones fueron asesinadas allí”, según los datos del Museo Estadounidense Conmemorativo del Holocausto.
El 7 de junio de 1979 Juan Pablo II dijo durante su homilía en este campo de concentración: “Auschwitz es un testimonio de la guerra. La guerra lleva consigo un desmedido crecimiento del odio, de la destrucción, de la crueldad […]. Prevalece tanto más, cuanto más la guerra se convierte en el juego de la bien calculada técnica de la destrucción. De la guerra son responsables no sólo los que la causan, también aquellos que no hacen todo lo posible por impedirla”.
Juan Pablo II volvió tres veces al santuario de la Virgen de Guadalupe
Después del milagro concedido, dicen los católicos, Juan Pablo II regresó ocho veces a Polonia y otras tres al Santuario del Tepeyac —en los años 1990, 1999 y 2002–. Es el recinto católico más visitado del mundo, que recibe a más de 20 millones de feligreses por año, según la Agencia de Turismo Española. La nueva Basílica de Guadalupe fue inaugurada en 1976 y diseñada por cinco arquitectos, entre ellos, Pedro Ramírez Vázquez, quien ha sido reconocido por participar en proyectos, como el Estadio Azteca, el Museo Nacional de Antropología y Palacio Legislativo de San Lázaro.
La última visita a la Basílica de Guadalupe sucedió a finales de julio de 2002, para la canonización de Juan Diego. Pese a las recomendaciones que advertían del peligro para su salud, el Papa insistió en venir. De acuerdo con Eduardo Chávez, responsable de su visita en nuestro país y quien estuvo presente en reuniones con sus médicos y personal de logística, había la posibilidad de que Juan Pablo II, en lugar de canonizar a Juan Diego en la Basílica de Guadalupe, lo hiciera desde la Sede del Vaticano. Todavía, en Toronto, Canadá, donde días previos había asistido a la clausura de la Jornada Mundial de la Juventud, los médicos volvían a insistir en que suspendiera su viaje y volviera a Roma.
Chávez, director del Instituto Superior de Estudios Guadalupanos, recuerda las palabras de Juan Pablo II: “Dijo que él tenía que venir a México, así fuera en silla de ruedas o en camilla, insistió que tenía que besar la imagen de la Virgen de Guadalupe, porque en esa imagen había comenzado todo y claro que tenía razón, yo soy testigo de ello”.
La canonización de Juan Diego era además importante: la primera de un santo indígena en América Latina, quien había sido beatificado 12 años antes por él mismo.
Ahí en el altar de la Basílica de Guadalupe, con el apoyo del personal del arzobispado para ayudar a sostenerlo, mientras se esforzó por andar unos pasos hasta lograr sentarse para ofrecer la misa, recalcó que dicha canonización enaltecía a los humildes: “Dios ha elegido a los insignificantes y despreciados del mundo”, dijo. Los medios capturaron unas de sus últimas imágenes con vida, mientras los ocho mil asistentes gritaban: “¡Juan Pablo, segundo, te quiere todo el mundo!”.
Durante una hora, antes de despedirse de la Virgen de Guadalupe, recorrió en su papamóvil los 90 kilómetros de las principales avenidas de la Ciudad de México, que hay entre la Nunciatura Apostólica en la colonia Guadalupe Inn, donde se hospedaba, y la Basílica para saludar a los mexicanos: Insurgentes, Reforma, Avenida Juárez, Eje Central y Calzada de los Misterios. Tres años después, el 2 de abril de 2005, Juan Pablo II falleció a los 84 años en el Vaticano.
GSC/AMP