Era el 27 de agosto de 1968, parecía que pronto habría un acuerdo con el movimiento estudiantil. Un día antes, el Consejo Nacional de Huelga (CNH) anunciaba que hubo contacto con la Secretaría de Gobernación y de inmediato se nombraron seis comisiones, una por cada punto del pliego petitorio. Pero...
De repente vino el silencio de esos contactos que nunca dieron a conocer el lugar y la hora para el diálogo público, una de las exigencias del estudiantado.
Planteles de educación superior de 18 estados habían parado en apoyo a los estudiantes capitalinos.
Las consignas en las calles, en mantas, volantes y carteles subían de tono: “¡Únete pueblo, únete pueblo!”, “¡Libertad a presos políticos!”, “¡Veterinaria presente, vacune a su granadero!”; muchas madres de estudiantes salieron de casa con una gran manta: “Las madres mexicanas apoyamos a nuestros hijos”.
Para el 28 de agosto, horas después de que los estudiantes colocaron la bandera rojinegra en el asta bandera del Zócalo, cientos de burócratas fueron llevados a esa misma plaza en un afán de desagraviar al lábaro patrio, pero rompieron el silencio de años y bajo el sol de verano se sumaron al movimiento estudiantil: “¡Beee, beee, beee... somos borregos... nos llevan...!” y también fueron desalojados por el Ejército.
El registro oficial fue: “En el asta bandera del Zócalo se iza una bandera rojinegra, ondeó durante todo el mitin”, (DFS 11-4-68/L34/F328-353; 68/08/27).
Este acto de fuerza inició horas antes contra los 3 mil estudiantes que decidieron acampar en la Plaza de la Constitución, donde pretendían esperar el IV Informe del presidente Gustavo Díaz Ordaz, pero a la 1 de la mañana las puertas de Palacio Nacional se abrieron y salieron decenas de tanquetas, vehículos y soldados para desalojarlos.
Pablo Rojano Cabrera, de la entonces Escuela Nacional de Ciencias Biológicas del IPN, recuerda: “De repente sentimos que comenzó a temblar la plancha, a oírse un sonido grave, estremecedor y después la puerta de Palacio Nacional se abrió y salieron tanquetas. La gente no quería moverse, pero empezaron a gritar “¡levántense, levántense; vámonos, vámonos!” y a correr por 5 de Mayo…”.
La madrugada de ese día y hasta la tarde, los estudiantes fueron correteados, golpeados y amenazados.
Todo inició un día antes, el 27 de agosto, a las 16:00 horas, en las inmediaciones del Museo Nacional de Antropología, donde partió la segunda marcha al Zócalo. Los estudiantes comenzaron a salir empuñando las pancartas.
Una hora después, la descubierta, encabezada por los dirigentes del CNH, pasó frente a la Puerta de los Leones en Chapultepec, donde fueron recibidos entre aplausos, gritos y lágrimas, similiar al apoyo mostrado el 13 de agosto, con la primera marcha al Zócalo.
Las empleadas de la chocolatería Larín, con sus vestidos caramelo, regalaban dulces en la esquina de Reforma y Lieja. Las consignas respaldaban el pliego petitorio: “¡Libertad a presos políticos, libertad de prensa, abajo los granaderos!”.
Desde los balcones, los oficinistas aplaudían. Se asomaban. Gritaban. Levantaban el puño. Aventaban papelitos de colores.
“Nosotros organizábamos a las brigadas, teníamos que traer las mantas, lo necesario para que la marcha saliera bien. Con nosotros avanzó un tractor, no sé si de Arquitectura o Chapingo; conforme la columna fue avanzando ya éramos muchos”, recuerda el entonces estudiante de la Escuela Técnica Industrial Wilfrido Massieu, Humberto Campos.
La marcha avanzó por Reforma, Juárez y 5 de Mayo para llegar al Zócalo. “Estábamos a finales de agosto y el gobierno parecía a punto de ceder… Nunca estuvimos más cerca de obtener el triunfo que en esos cinco días, del 22 al 27, pero el gobierno esperaba que cediéramos en un punto en el que no pudieramos transigir: el diálogo debía ser público”, escribió Luis González de Alba en Los días y los años.
Varios personajes de esa época, entrevistados por separado por MILENIO, coinciden en que la manifestación del 27 demostró la fuerza del movimiento.
Gilberto Guevara Niebla asegura: “Efectivamente, el triunfo del 13 de agosto de haber llegado al Zócalo y consumado con un mitin espectacular nos envalentonó a los estudiantes. Lo que ocurrió días después es algo difícil de percibir o de entender, el movimiento estudiantil creció en barrios y colonias; ese envalentonamiento era una reacción ingenua frente a las circunstancias que eran peligrosas y amenazantes”.
Pablo Rojano Cabrera afirma que “con esa marcha logramos el objetivo: mostrar nuestro rechazo a la represión y nuestro apoyo al pliego petitorio”.
Felipe de Jesús Galván Rodríguez: “La primera manifestación del 13 fue de audacia por presentar el pliego petitorio; la segunda, la del 27, fue una de arrojo y de orgullo, y donde empieza a haber una definición ideológica del movimiento estudiantil”.
Toman la Catedral
El movimiento estudiantil se adentraba a un túnel que tenía como única salida el 2 de octubre. La noche de Tlatelolco.
“Cuando la descubierta dejó 5 de Mayo y pasó frente a la Catedral, Nacho Garibay y otros dos compañeros de medicina se desprendieron de la columna e ingresaron al recinto. Platicaron con alguien, muchos dicen que fue con el sacristán, y de inmediato desaparecieron del portón añejo.
A los pocos minutos se les alcanzó a ver en el campanario, toque, toque y toque. El tañido estudiantil de esas campanas casi angelicales”.
Así lo recuerda Humberto Campos y agrega: “Las luces de Catedral estaban encendidas. La muchedumbre aplaudía frenética”; mientras, las joyerías cerraban sus puertas.
Los aplausos iban escalando. Los oradores dijeron que el diálogo estaba cerca. Desde los altavoces, colocados arriba de un camión del Poli, se escuchaba que ese mismo día residentes e internos del Hospital General también entraban en huelga en apoyo a los estudiantes.
Según la Dirección Federal de Seguridad (DFS 11-4-68/L34/F328-353; 68/08/27) el 27 de agosto marcharon 80 mil estudiantes, pero la prensa hablaba de 400 mil asistentes. Por la noche el Zócalo lucía alumbrado, festivo y decidido a todo. Antes se había quemado un monigote de Fidel Velázquez.
Para Gilberto Guevara Niebla no hay vuelta de hoja. La idea de quedarse en el Zócalo fue de Sócrates Amado Campos Lemus: “Era representante de una escuela del Politécnico y su papel era sabotear al movimiento estudiantil”.
Lo sucedido entre el 27 y el 28 significaba que se había cerrado “la vía del diálogo y se optaban por la violencia, que crecía como una bola de nieve hasta desembocar en la siniestra trampa de Tlatelolco”: Pablo Moctezuma Barragán (El movimiento de 1968; alegatos).
La marcha que ilusionó al movimiento con la victoria
REPORTAJE
Los estudiantes lograron el respaldo de la gente, por donde pasaban eran recibidos con gritos, aplausos y lágrimas; los burócratas los vitoreaban desde las ventanas y los residentes del Hospital General se sumaban a la huelga
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