La tarde del 5 de septiembre de 1942 una comitiva compuesta por policías y periodistas arribó a la casa marcada con el número 20 de la calle Mar del Norte, colonia Tacuba, en el todavía DF. Se trataba del domicilio del joven Gregorio Cárdenas, estudiante de la UNAM y becario de Pemex, de donde se exhumaron cuatro cuerpos de mujeres sepultados a flor de tierra en un jardín particular.
Por el clic que hizo con los medios y el público de todo nuestro país (“el caso del siglo”, se le denominó), Cárdenas es considerado el primer asesino serial mexicano. Sin embargo, antes de él estuvieron Felipe Espinosa y Francisco Guerrero Pérez.
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Espinosa fue un asesino misionero, nómada, cuyos crímenes tuvieron una tintura racial. A partir de mayo de 1863, Felipe y su hermano mataron a 32 estadunidenses (hombres y mujeres) en Nuevo México antes de ser abatidos y decapitados ese mismo año.
Francisco Guerrero Pérez, El Chalequero, asesinó a unas 20 prostitutas en la capital entre 1880 y 1888. Curiosamente el último de los asesinatos de Guerrero Pérez ocurrió en el año en que el elusivo y enigmático Jack el Destripador comenzó su limpieza social en El Abismo —como se conocía el barrio londinense de Whitechapel—, eviscerando a cinco trabajadoras sexuales.
Las líneas anteriores no son parte de un recuento de asesinos reiterativos en México, sirven para ilustrar que estos predadores actúan en el país —hasta donde se ha podido documentar— desde hace más de 100 años.
De acuerdo con Ricardo Ham, autor del libro Asesinos seriales mexicanos, que ha dedicado muchos años al estudio del tema, “en nuestro país han existido asesinos seriales al menos desde 1888. A la fecha suman más de 46 casos y cuatro de los últimos seis han aparecido en el Estado de México.
La velocidad con que aparecieron se aceleró a partir de los años 90 (11 casos), en la década 2000 hubo 12, en 2010 hubo nueve y en esta década llevamos dos que aparecieron la misma semana”.
En una revisión en internet se cuentan casi 90 asesinos frenéticos registrados, incluido al mencionado Felipe Espinosa y Ángel Maturino Reséndiz, El asesino de las vías, quien acabó con la vida de al menos 23 personas en varios puntos de Estados Unidos.
Además, se tiene conocimiento de cinco casos de criminales letales mexicanos que no han sido aprehendidos. Por ejemplo, el que ejecutaba taxistas, también en Edomex, y El estrangulador solitario, quien mató a 15 hombres en cuartos de hotel y en domicilios particulares; si se me permite un apunte personal, una de sus víctimas fue asesinada frente a la vecindad que habitábamos en la calle Mar Tirreno, en el barrio de Tacuba, sí, el de Goyo Cárdenas.
De los seis casos más recientes a los que se refiere Ricardo Ham, cuatro de ellos construyeron su escenario en Edomex: Andrés Mendoza, Óscar García Guzmán, Juan Carlos Hernández Béjar y Patricia Martínez Bernal, Itzel Nayeli García Montaño y César Armando Librado Legorreta (añadí a este último porque mató en Tlalnepantla, Naucalpan, Cuautitlán Izcalli y CdMx).
Al igual que en Estados Unidos e Inglaterra, los asesinos seriales en México son bautizados por los medios y el público de acuerdo con los actos criminales que cometieron o con la zona del país en la que actuaron.
Así tenemos a El Monstruo de Atizapán, El Monstruo de Toluca, Los Monstruos de Ecatepec, La Degolladora y El Coqueto, respectivamente, en concordancia con el párrafo anterior.
Efectivamente, cuatro de los seis casos más recientes han ocurrido en Estado de México, una zona gris del país que abunda en impunidad y presenta el rostro más demacrado de la debilidad del estado de derecho.
Para Carlos Manuel Cruz Meza, criminólogo y autor de Monstruos entre nosotros y Escrito con sangre, el asesinato serial en México “no es un fenómeno nuevo”. Además, dice, “en épocas de violencia generalizada esta clase de personajes suele tener mayor presencia”. Cruz Meza abunda que “desde el inicio de la llamada guerra contra el narcotráfico en 2006, la escalada de crímenes ha logrado que la nota roja sea lo cotidiano en las primeras planas de los periódicos, incluso de aquellos que no están dedicados en exclusiva a ese tema”.
De los cuatro asesinos seriales, cifra a la que debemos sumar a la pareja conformada por Juan Carlos Hernández Béjar y Patricia Martínez Bernal, solo Itzel Nayeli García Montaño no tenía como objetivo a mujeres. Al respecto, Cruz Meza añade: “Vivimos en un país profundamente machista, donde la mujer aún es vista como ciudadana de segunda. Con excepciones, los asesinos en serie buscan víctimas que correspondan a ciertos patrones de vulnerabilidad o a sectores marginados de la sociedad: niños, mujeres, homosexuales e indigentes son sus víctimas preferidas”.
La presencia casi nula de la autoridad ha construido, paciente pero profundamente, regiones de nuestro territorio donde los asesinos seriales pueden deambular tranquilamente, volviéndose casi invisibles en una franja de impunidad que se ensancha cada vez más.
Dos femicidas seriales dados a conocer en una semana (Andrés Mendoza y Arturo Ventura Zúñiga) es un exceso incluso para las naciones que detentan una especie de monopolio en esta actividad criminal. Las señales no pueden ser más claras: es necesaria una actualización de nuestro sistema judicial, que contempla en su manual el castigo, pero no la prevención. _