Conocí a Jorge Medina Viedas en 1983 cuando era rector de la Universidad Autónoma de Sinaloa y venía a la SEP, donde yo trabajaba entonces al lado de don Jesús Reyes Heroles. Quiso la vida y la suerte para mí que estableciéramos una amistad que duró, ejercida y frecuentada sin interrupciones, hasta el jueves pasado que murió en la ciudad de Tijuana, debido a un cáncer ya propagado de una forma mediante la cual las células de un tumor se desprenden y desplazan a otras áreas del cuerpo a través del flujo sanguíneo o los vasos linfáticos y que la Medicina llama metástasis.
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Era una época en que las relaciones entre la SEP y esa modalidad extraña de universidades públicas estatales que se autocalificaban, con la modestia propia de la izquierda, “democrático-populares”, eran extremadamente tensas y complicadas, entre otras razones porque, a juicio del gobierno en turno, ni eran universidades, ni eran públicas porque en realidad eran cacicazgos de células del viejo Partido Comunista Mexicano (PCM), ni democráticas porque mandaba la comisión política o el comité central, ni populares porque no preparaban para nada. El caso de la UAS, donde Jorge había estudiado, era paradigmático de esa corriente no solo por los “enfermos”, que la dominaron por años, sino por la intoxicación ideológica y, peor aún: psicológica, que sufrió toda su comunidad. Aún recuerdo cómo, por allí de 1980, escuché en Culiacán al entonces rector, Eduardo Franco, iniciar su informe anual de labores anticipando que lo había dividido en los siguientes…”rublos”. Todavía existía la URSS.
Jorge sucedió a Franco en la rectoría, creo que a los 37 años, y a pesar de que venía de las filas del PCM –antes había trabajado en la UNAM y en la Autónoma de Puebla- comprendía muy bien que aquel modelo de universidad era sencillamente un desastre y se dispuso a hacer una gestión que, en lo posible, marcara una diferencia modernizadora. Probablemente eso hizo que, a diferencia de otros de sus colegas, Jorge le cayera muy bien a Reyes Heroles, algo difícil de lograr, y eso le abrió la puerta de la SEP y me dio la oportunidad de conocerlo. Lidió muy bien con el regateo por los subsidios –como ahora- y sobre todo con el surgimiento de la Universidad de Occidente, que impulsó el gobernador Toledo Corro para crearle un contrapeso a la UAS.
Poco después, aunque por diversas razones, coincidimos en Madrid por unos años. Jorge se había ido a estudiar su doctorado en la Complutense, que logró con una muy buena tesis, Elites y democracia en México, publicada por Cal y Arena, y yo a trabajar a la embajada mexicana luego de que, tras la muerte de Reyes Heroles, me quedé sin trabajo. A ese par se unieron otros dos queridos amigos, Raymundo Rivapalacio, que era corresponsal de Excélsior, y Arturo Martínez Nateras, antiguo secretario de Organización del PCM y que había salido por piernas de México, con apoyo y financiamiento de Jorge Carpizo, entonces rector de la UNAM, luego de que el Partido de los Pobres lo amenazó de muerte, al parecer por una rebatinga por los dineros obtenidos de los secuestros de Rubén Figueroa y de Arnoldo Martínez Verdugo, nunca suficientemente aclarados, aunque el propio Arturo relató más tarde que parte de ellos fueron a parar al financiamiento del edificio de Durango 338, donde estaba la sede del PCM. No importa: la causa no se fija en el orden jurídico burgués. Como ahora.
Los cuatro convivimos de una manera muy estrecha y divertida en lo académico, en lo personal y en lo familiar. Gracias a Jorge, hicimos un buen círculo de amigos: Ludolfo Paramio, Luis Rodríguez Zúñiga, Alfredo Arahuetes, Javier Pradera, entre otros. Discutíamos con apasionamiento si la transición española era el modelo para México o cómo mantener el régimen hegemónico en un contexto más o menos democrático. Al menos para mí, aunque creo que también para los demás, esos años nos proporcionaron un aprendizaje riguroso que hizo inteligible la naturaleza del cambio político que estaba ocurriendo en España, la tensión política, intelectual e histórica entre un tardofranquismo agónico, un socialismo adaptativo y un comunismo languideciente, y las asignaturas que esta mutación suponía.
Convocábamos a ratos al poeta Jorge Hernández Campos, agregado cultural de la embajada mexicana, que era un extraordinario analista político aunque a mitad de la charla solía quedarse dormido. O, de vez en cuando, le oíamos formular al embajador Rodolfo González Guevara sus persistentes críticas al PRI y su idea de crear una “corriente democrática”. En fin, fueron buenos tiempos.
Medina Viedas fue un hombre de lealtades. La primera de ellas a su familia. Sus detractores en la UAS, una vez que dejó la rectoría, lo difamaban diciendo que vivía como duque en España. Mentira. Residieron en un conjunto de clase media austera, donde sus hijos hicieron amistades profundas y surgieron nuevos lazos familiares, y siempre fueron su principal prioridad y preocupación. Invariablemente hablaba de su mujer e hijos con enorme cariño y con una sincera delicadeza y esmero. La segunda a las universidades públicas. Aunque yo trabajé por unos doce años en una privada, y por ende Jorge me daba por mi lado respecto de las instituciones particulares, su corazón estuvo todo el tiempo con las públicas de las cuales provenía. Habían sido su genuina alma mater y la mejor prueba fue la fundación del suplemento Campus, desde donde no solo dio origen al único suplemento especializado sino que reunió a un grupo de colaboradores talentoso y serio, y dio voz a las preocupaciones, regularmente exageradas, de los rectores, sobre todo si se trata de dineros. Y la tercera a sus amigos. Con muy escasas excepciones, mantenía vínculos cercanos con la mayoría de ellos basados no solo en su capacidad analítica y su inteligencia, sin las poses tan chocantes en estos días, sino sobre todo en su sentido del humor y en saber reírse de sí mismo. Por más de tres décadas fuimos, además de amigos, colegas y compañeros en el servicio público y en la política.
Pienso que fue un hombre bueno. No recuerdo que le hiciera daño a nadie y cuando era crítico con alguien era normalmente duro pero certero, casi quirúrgico. Parafraseando a Javier Cercas podría en efecto decirse que uno entiende cabalmente que todos tenemos que morir algún día “pero no que, habiendo tanto hijo de puta suelto” por allí, la muerte se lleve a gente como Jorge Medina Viedas, un mexicano de bien. En todo caso, sirva de consuelo que, a la manera de De Musset, en el futuro no tendrá que saber, al caminar, si va pisando semillas o cenizas.
VJCM