Un Tsuru azul marino cargado de explosivos recorre las calles de Tlaxcala para repartir los cuetes de las fiestas de Navidad. El coche medio destartalado lleva en su cajuela unas 80 bombas o morteros –son redondos como una cebolla– y tres gruesas de 432 cuetes alargados de luz que, cuando se encienden, chiflan al elevarse por el aire hasta formar una lluvia de colores. Son las luces de diciembre.
Este es el negocio de los hermanos Antonio y Eduardo Galindo. Desde hace cuatro generaciones su familia se dedica a la fabricación de cuetes en Tlaxcala. El taller de pirotecnia se llama ‘Polvorines Galindo’ y está en su pueblo, Magdalena Tlaltelulco, a 30 minutos de la capital del estado.
Son los más jóvenes del pueblo en ejercer este oficio artesanal considerado de alto riesgo. Antonio tiene 24 años y estudió hasta la preparatoria. Eduardo tiene 22 y estudia Ingeniería en una universidad pública.
Es 24 de diciembre de 2023. Mientras nos dirigimos en el Tsuru a los pueblos de Santa Catarina Ayometla, Acuamanala, San Pedro Muñoztla y Tetela, recuerdo que fue un coche con explosivos lo que ocasionó el accidente pirotécnico más grande de Tlaxcala. Ocurrió el 15 de marzo de 2013, durante la peregrinación al templo del Padre Jesús de los Tres Caminos en Nativitas, un municipio al suroeste del estado. Un mortero explotó en un coche repleto de cuetes. El saldo fue de 26 muertos y 160 heridos.
Pero durante el trayecto en este “coche bomba” el peligro latente de traer explosivos parece inexistente. El viaje transcurre entre chistes y cumbias de Black Power, un grupo sonidero de Puebla que suena mucho por estos lados.
Antonio maneja el Tsuru. Tiene un lunar arriba del labio, viste una sudadera roja con bordado de la Virgen de Guadalupe, jeans y unos zapatos de vestir que se le empolvaron. En el tablero del coche hay un bóxer con picos, una caja de cerillos y un gran fajo de billetes.
Antonio fue boxeador en la adolescencia. Lo apodaban El Pólvora Galindo en honor al oficio familiar. Pero fue una carrera corta: colgó los guantes cuando su papá, también llamado Antonio Galindo, en 2015 murió en una explosión en el taller de pirotecnia mientras estaba trabajando junto con dos empleados. Los tres murieron. Después de esa tragedia los hermanos tuvieron que tomar las riendas del negocio.
“Sí me agüité pero no hubo tiempo ni para agarrar la tomadera porque habían hartos compromisos –recuerda mientras conduce–. Fueron dos los empleados que murieron y eran hermanos. Entonces la mamá nos demandaba y habían hartos gastos. ¿De dónde los íbamos a sacar? Pues del trabajo que sabemos hacer. Al final pagamos 50 mil pesos por persona, a parte de los gastos de mi papá”.
El Pólvora Galindo aprendió el oficio desde niño, como la mayoría de los que se dedican a los cuetes. Pero cuando su padre murió sólo sabía hacer lo básico. Fue su madre, Guadalupe, quien le terminó de enseñar, compartiéndole esas recetas que se pasan de generación en generación, con detalles como los nombres de los químicos (nitrato de bario, nitrato de estroncio, azufre, aluminio y pólvora) y las porciones necesarias para cada mezcla.
Los cueteros tienen una relación particular con la muerte. La mayoría ha estado en accidentes o tiene familiares que han fallecido en explosiones. Parece de lo más normal entre artesanos hablar de estas tragedias. Antonio estuvo en una explosión en 2021. Estaba con su novia trabajando en el taller cuando, al voltear hacia atrás, empezó a ver lumbre que provenía del interior del cuarto de elaboración. Corrió arrastrando a su novia y se tiraron al suelo. Sufrieron quemaduras, pero nada grave.
“Siempre que ocurren estos accidentes no se puede llegar a saber qué fue lo que lo ocasionó, solamente entre nosotros llega a haber rumores. Pero ni siquiera los accidentados saben porque pasa muy rápido”, dice Antonio.
En las fiestas de diciembre, cada año, uno enciende la mecha para que los fuegos artificiales exploten con luces en el cielo. Y uno celebre. Pero para lograrlo, en el negocio de la pirotecnia las manos dedicadas a este oficio arriesgan la piel todas las noches.
Los cuetes activan la economía cada fin de año
Un día antes del 24 de diciembre, los hermanos Galindo trabajan en el polvorín, como le llaman a su taller. Hay que hacer un trayecto de veinte minutos en coche para llegar a una calle de terracería alejada del centro de Magdalena Tlaltelulco, un pueblo de 17 mil 036 habitantes de acuerdo al último censo; en su mayoría, se dedican a la pirotecnia y la albañilería. Al fondo, luce imponente La Malinche con sus colores verde azulados en las faldas. El cielo está despejado.
Podría decirse que este pueblo es silencioso si no fuera porque cada tanto suena un cuete en alguno de los ocho barrios que lo componen. Generalmente son “morteros” los que suenan, esos que parecen bombas de guerra y que utilizan durante las fiestas patronales para indicarle al pueblo que es ahí donde sucede la fiesta.
Y aquí las fiestas son cosa seria. En Magdalena Tlaltelulco hay alrededor de 100 fiestas patronales al año. A veces ocurren más de dos a la semana. Se estima que en México la cantidad de dinero invertido cada año en pirotecnia durante estas fiestas asciende a más de 15 mil millones de pesos.
‘Polvorines Galindo’ está conformado por cuatro cuartos techados con lámina, de dos metros de alto y de un solo nivel. Alrededor del taller no hay más que milpa, la Malinche, un río seco y otros talleres de pirotecnia iguales a éste. La tienda más cercana está a un kilómetro.
Según la Ley Federal de Pirotecnia, en los talleres no debe haber construcciones en un radio de un kilómetro a la redonda. Aquí no hay luz: la construcción debe ser lo más sencilla posible ante la amenaza. Todas las paredes están tapizadas de advertencias en letras rojas que dicen: ¡EXPLOSIVOS! ¡PELIGRO!
El taller huele a metal fino y provoca tos. Son los 500 kilos de pólvora que se almacenan, en el que también hay otros químicos que al combinarse son altamente inflamables, como los 300 kilogramos de clorato de potasio y los 150 de azufre.
En la entrada están trabajando Eduardo y un empleado al que apodan Pintor. Cortan pedazos de cartón con un serrucho. Al sol están las bombas para secarse del pegamento. Lucen como cebollas cafés. Pintor es un joven delgado y de cabello chino. Pone en su teléfono cumbias. Eduardo pone la mecha a una “gruesa”, cada “gruesa” son 144 cuetes. Él usa sombrero, solo tiene 22 años pero ya tiene porte de señor.
Aunque la venta está regulada por las autoridades, Tlaxcala ocupa un puesto elevado a nivel nacional en número de accidentes, lesionados y muertes causadas por fuegos artificiales: el 8vo, el 6to y 3er lugar, respectivamente, según un informe de la Secretaría de Seguridad y Protección Ciudadana.
Los accidentes con pirotecnia en el estado se volvieron comunes. Se calcula que en los últimos 14 años ha habido al menos 29 muertes relacionadas con pirotecnia, y la cifra va en aumento cada año.
Los artesanos de cuetes han aprendido a quitarse el miedo
Tan solo en este taller, de las siete personas trabajando, tres han sobrevivido a las explosiones. Uno de ellos es Francisco, un señor moreno de 82 años, que usa sombrero y camisa. Tiene una catarata en el ojo derecho y una barriga abultada. Hoy lo regresaron a su casa porque llegó pasado de copas. Una botella de licor de caña se asoma en la bolsa izquierda de su pantalón.
Francisco estuvo presente en el accidente en el que murió el padre de Antonio. De aquel día no recuerda mucho. Perdió la audición del oído izquierdo y tuvo quemaduras en gran parte del cuerpo. Lo intercepto antes de que lo regresen a su casa. Ante la pregunta de si no le dio miedo volver a trabajar después de las explosiones, Francisco responde: “En cualquier accidente se va uno, solo Dios sabe”.
Lo que los mantiene en este trabajo es que no hay muchas opciones en el pueblo. La mayoría se dedica a la albañilería o la pirotecnia y unos cuantos al comercio. Todos en este polvorín han sido albañiles, un trabajo extenuante y con una paga muy baja como chalán. En cambio, aquí con los cuetes todo el año hay chamba, dicen, y, aunque es riesgoso, es menos agotador. En un mes como diciembre la familia Galindo llega a tener pedidos de hasta por un millón de pesos.
‘Polvorines Galindo’ cuenta con permiso de la Secretaría de la Defensa Nacional (Sedena) para operar –en México se ha vuelto obligatorio que todos los talleres de pirotecnia cuenten con éste– pero no siempre fue así. Después de la muerte del padre y de que el taller quedara destruido, la familia continuó trabajando en su hogar de forma clandestina.
Hasta que un día hubo una explosión y los vecinos comenzaron a denunciar a la familia. “Las denuncias llegaron como plagas”, recuerda Galindo, y comenta que la inversión para obtener el permiso fue de alrededor de 250 mil pesos, de los cuales 60 mil se fueron en trámites y el resto en restaurar el polvorín.
Según un informe militar es durante la fabricación de la pirotecnia que se presentan el mayor número de accidentes. El mayor problema está en los talleres clandestinos, donde ocurren 40.8% de las explosiones.
Dentro de uno de los cuartos está trabajando Juvenal Rugerio, un hombre de 29 años que viene acompañado de sus dos niños, de siete y diez. Juvenal trabaja en silencio, mientras sus hijos cuentan y empaquetan los cuetes, que con la varilla puesta son casi de su estatura. Juvenal fue el otro sobreviviente del accidente de 2015. Después intentó trabajar en la albañilería, pero el bajo sueldo de chalán lo obligó a volver a los fuegos artificiales. Cuenta que en un mes bueno en la pirotecnia gana hasta 60 mil pesos.
Tuvo que pasar un año para que pudiera regresar al mismo sitio en el que murieron sus compañeros. Regresó con miedo y traumas. Pero todos los artesanos han tomado nuevas precauciones.
“Antes hacíamos bastante material y el cuarto estaba lleno. Ahorita ya no me acostumbro a trabajar así. Como voy acabando, voy dejando el material. Cada vez que voy a utilizar un material me lavo las manos y no revuelvo con otro. Si uso un arnero [malla para filtrar] para trueno, ese no lo puedo usar para pólvora”.
Los niños también se mueven en silencio. Juvenal y Antonio me explican que los niños no trabajan con la materia prima, solo ayudan a empaquetar y a traer el material. Pero en Magdalena Tlaltelulco no hay familia que no se apoye de los más chicos para sacar el trabajo. Por la destreza de sus manos son usados para amarrar con un lazo los cuetes por docena. En México todavía no hay cifras sobre la cantidad de infancias trabajando en la pirotecnia.
Los cuetes de Santa Catarina Ayometla, patrona de Tlaxcala
La primera parada del Tsuru es en Santa Catarina Ayometla, un municipio al sur del estado de Tlaxcala con 7 mil 992 habitantes. Aquí Pintor acompaña a la procesión rumbo a la iglesia del pueblo. Durante el camino los peregrinos –encabezados por una niña vestida de la Virgen María y montada en un burro– se detienen en las casas de los 13 mayordomos de la festividad, donde se les recibe con música, alcohol, dulces y comida.
El mayordomo principal indica al Pintor el momento en el que debe echar el mortero. El chico se dirige a una zona alejada de la gente y pone el mortero en una bazuca de metal. Corta el recubrimiento de la mecha y la enciende con un cerillo. Se aleja corriendo, dejando detrás una espesa nube de humo que se eleva hasta que explota. El sonido parece guerra. A veces las alarmas de los coches se encienden y cuando parece que la explosión ha terminado, una segunda bomba viene en camino y revienta. Todo queda oliendo a azufre.
La prohibición de la pirotecnia se postula desde distintas perspectivas, como la contaminación auditiva. Estudios señalan que el sonido es perjudicial para personas del espectro autista, que pueden sufrir una crisis emocional debido a la hipersensibilidad acústica. También se suman las campañas por los derechos de los animales, que exponen el miedo y estrés que éstos enfrentan durante las explosiones de cuetes.
“Yo no le veo sentido a las bombas –opina Galindo–. Me parece que no tienen chiste. Ya casi no se usan, pero algunas personas en los pueblos me las siguen pidiendo, como el mayordomo de aquí que quiere recuperar la tradición” .
Después de varias horas de entrega, los hermanos Galindo deciden hacer una parada en el bar Miami, muy cerca de la carretera federal 121, un tramo que conecta Puebla y Tlaxcala. Esto será lo más cercano a una celebración de Navidad porque para los hermanos todas las festividades del año son iguales: siempre están trabajando.
En sus rostros hay vejez y juventud. Intento imaginarme a estos adolescentes de 12 y 15 años, después de la muerte de su padre, con deudas encima y el apremio diario del dinero. Cuentan que al principio nadie confiaba en su trabajo por ser demasiado jóvenes. Los cueteros suelen ser gente mucho mayor. Pero hoy en día su negocio es fructífero y algunas personas, en señal de respeto, les llaman “los señores Galindo”.
En el Miami beben una caguama Victoria y suena “Ya no me perteneces” de Black Power y Grupo Quintana. Así es la vida de este pueblo. Magdalena Tlaltelulco significa lugar de los terrones o lugar de tierra, donde siempre hay fiestas y explosiones.
La hora del espectáculo de pirotécnica
Entrada la noche llegamos a San Pedro Muñoztla. La misa sucede en la iglesia, un lugar donde los retablos con imágenes de santos tienen relieve y parece que cada escena bíblica cobra vida. Dos niñas pasean por el pasillo principal meciendo en sus brazos al niño Dios.
El padre habla a los feligreses de estos tiempos de feminismo en los que las mujeres ya no quieren ser madres. “Las mujeres son el pilar de la familia, y a fin de cuentas de eso se trata la Navidad”, dice desde el púlpito.
Suenan las campanas que anuncian las 12 de la noche. En la explanada de la iglesia los hermanos Galindo y sus trabajadores avientan cuetes de luz, uno tras otro. Este es el momento en el que todo se enciende. La verdadera hora del espectáculo. Todo está cubierto de humo. Los oídos y los pulmones me duelen.
De repente, entre tantas explosiones, el cielo se pone color cobrizo, verde y anaranjado. Son millones de pequeñas chispas que se elevan hasta formar un bello cataclismo. Una lluvia de estrellas. No puedo creer que de mezclar cosas que se ven como simples polvos y sales, surja este universo de colores.
“¿Ves todas esas luces en el cielo? –grita Antonio, orgulloso en medio del estruendo–. Yo las fabriqué”.
GSC/LHM