por ROGELIO GARZA
@rogeliogarzap
Rey del sincretismo culinario, el taco árabe es un manjar de la geografía gastronómica poblana que gana gusto en el paladar del respetable allende sus fronteras. En el nombre del padre, del taco al pastor y del Espíritu Santo, se trata del mítico trompo preparado al carbón con el mismísimo cordero de Dios, por aquello de “el Señor es mi pastor, nada me faltará”. Por su origen casi bíblico —no olvidemos que sus vecinos de Cholula tienen una iglesia por cada día del año—, y por ser uno de los secretos mejor guardados en las cocinas y taquerías de la región, la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla publicó Su majestad el taco árabe, la historia y sus narrativas, un libro que hinca el diente en el asador vertical por puro amor al sabor, con dedicatoria a los cazadores del antojo capaces de pasar la prueba de la salsa.
Inspirado por el “mísero e insípido párrafo” dedicado al taco árabe en La tacopedia, enciclopedia del taco publicada por Trilce, el editor y coordinador de Radio BUAP, Ricardo Cartas, se propuso a preparar un libro que reivindicara la joya culinaria de la “poblanidad”. Para ello convocó a 17 reconocidos tacómanos de toda laya para que devoraran el árabe desde el origen hasta su expansión a la Ciudad y el Estado de México, Guanajuato y Veracruz, y con ello “dar una muestra de la historia, de lo que se dice por ahí y una perspectiva de las narrativas que se producen alrededor del poblanishment y de la heterodoxia poblana.”
Escribe Francisco Coca en su texto Manjar de dioses: tacos árabes que “el primer error es atribuir su creación a los libaneses.” Tal cual, el taco árabe nació con el arribo de dos familias iraquíes a la capital del camote y la pasita en los años 20 del siglo pasado: los Tabe y los Galeana Antar (castellanizado), quienes asesorados por un misterioso griego fueron los primeros en usar el asador vertical de carne en México. Luego experimentaron con la carne de cerdo y el condimento, porque el cordero y las especies eran caros y difíciles de conseguir por acá, donde, además, no existía la costumbre de comerlo. Así nació el nacionalmente degustado taco al pasteur, cerdo marinado en adobo rojo que se pone al fuego y se come con la piña. El pastor puede ponerse al carbón o asarse a la parrilla de gas, lleva jardín, cebolla cruda, limón al gusto y salsas roja o verde. En cambio el papá, si no es al carbón, no es árabe. La carne y la cebolla sudan juntas acomodadas en capas ante la lumbre. Ni por accidente lleva cilantro. Los fundamentalistas no le ponemos ni limón, para no alterar ni matar el sabor del marinado. Su salsa de chipotle le pone el toque mágico. Entonces el árabe resulta del entrecruzamiento entre el shawarma, el gyro y el taco.
El libro se cocinó en la Dirección de Fomento Editorial de la BUAP, en la Colección Cofradía Gastronómica, y reúne diversos textos con joroba de Francisco Coca, Rafael Navarro Guerrero, Felipe Ríos Baeza, Daniel Mocencahua, Efigenio Morales Castro, Óscar Alarcón, Consuelo Domínguez Pulido, Rosa Quintanilla, Alejandra Flores, Elvira Ruiz Vivanco, Sofía Abundis, Juan Carlos Hidalgo y Juan Becerra Hernández, entre otros. Con la grasa y la salsa entre los dedos, estos sibaritas cuentan sus historias condimentadas con investigación, ficción, ensayo, crónica y anécdota ligados a la memoria del sabor y el aroma. Como apunta Cartas en su texto de introducción, “El olor de los tacos árabes formaba parte de mi atmósfera cotidiana”.
Por lo que puede leerse, el taco árabe ya forma parte del DNA poblano que, dicen por allá, “tres cosas come: cerdo, cochino y marrano”. En estas páginas se encuentra el testimonio de quienes crecieron comiéndolo, con todas sus variantes, recetas secretas, combinaciones y formas posibles (pan árabe, tortilla de harina, de maíz, torta, cemita, empanada, en chile relleno, con queso, sin queso…). Desfilan tacólicos que brindan con su obligado caldo de camarón (no se sabe quién lo introdujo en el menú) y taqueros de todos los calibres —esos héroes de la noche—, con sus enormes trompos de cerdo marinado en vinagre, perejil, orégano, ajo y comino, girando lentamente a las brasas y servido con salsas roja de chipotle o blanca agria con hierbas. “En el Gran Takazo dicen que ponen 600 kilos de carne todos los días. ¿Te imaginas? El trompo es de la altura de un enano pero del peso de un toro”, escribe Óscar Alarcón en su entrevista con el taquero,
Sin proponérselo, el libro es la guía más completa para comer el taco árabe y pasan lista con santo y seña a las taquerías de abolengo, algunas desaparecidas, algunas ocultas y hasta imaginarias, otras ya convertidas en franquicias como los Tony, la Oriental y los Doneraki. Hay un sinfín de rincones en Puebla y anexas, desde los puestos más funkys de lámina a la salida de la carretera, hasta las cocinas más fifís de Angelópolis, todas pasan la prueba de la salsa. Despide un aroma celestial de taco al carbón tan solo de hojearlo, y no solo antoja: le da su lugar en la mesa al gran taco árabe.
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