En el curso del dominio priísta en la política y el gobierno cultural, desde hace lustros se asumió una fórmula de éxito y fracaso, que por igual ha hecho suya la oposición gobernante de izquierda y derecha. Ante la excelsitud de la vasta intervención del Estado mexicano en la vida cultural, cada sexenio se crean instituciones y programas, y ya luego se verá qué hacer con ellos.
La historia del siglo XX tiene innumerables ejemplos de esta metódica forma de política y gestión cultural. Un proceso que derivó de la Revolución mexicana y que sigue sin interrupciones en la segunda década del siglo XXI. Estamos en la ruta del centenario de la piedra angular de este modelo, la instauración de la Secretaría de Educación Pública en 1920. A esta línea histórica dominante pertenece Rafael Tovar y de Teresa, el recientemente fallecido secretario de Cultura.
Las raíces del funcionario Tovar y de Teresa se fincan, desde sus inicios como trabajador cultural, en la operación del gasto público, en la idea de que su propagación resolverá las necesidades de millones de mexicanos que demandan o requieren bienes y servicios culturales. No menos importante es su inspiración en los modos del gobierno cultural de los franceses, como su inquebrantable línea nacionalista, que lo llevó a ignorar las más básicas urgencias del sector cultural. Contra todo lo que se piensa, Tovar y de Teresa no fue un político liberal. La economía y el mercado cultural le fueron totalmente ajenos, salvo como consumidor.
Tovar y de Teresa, el gran pianista aficionado, entra en plenitud política al inicio del gobierno de uno de sus más admirados amigos, Carlos Salinas de Gortari. Muy cerca de Víctor Flores Olea, como también de José María Córdova Montoya y de Ernesto Zedillo, su actitud ante la apertura comercial, de cara al reajuste de los paradigmas de las prácticas y consumos culturales, fue la de dar forma a la ya secretaría de facto que era el naciente Conaculta en 1988.
La paradoja estaba ahí. El abogado Tovar y de Teresa había crecido y se forjaba al lado de mentes de gran calibre político, como la de quien fuera su suegro, José López Portillo. A una abundante clase política de primer nivel sumó sus numerosas relaciones con el medio empresarial, con figuras benefactoras como Roberto Hernández, Pepita Serrano y Manuel Arango. El hombre que sin duda fue enormemente culto —tanto como los subsecretarios de cultura Martín Reyes, Juan José Bremer y Mauricio Magdaleno— contrastaba con la vieja guardia intelectual de izquierda encarnada por su jefe de 1988 a 1992, Víctor Flores Olea.
El melómano multinivel abrazó —llegada la oportunidad de dirigir el INBA tras la injusta caída de Víctor Sandoval en 1991 por negarse al concierto de Juan Gabriel en el Palacio de Bellas Artes— el proyecto salinista de ampliar el aparato institucional a fuerza de gasto público. Lo hizo sobre las ruinas ya heredadas por las gestiones priístas, particularmente las del propio Bellas Artes y del INAH. Tovar y de Teresa dio el salto definitivo un año después, tras otro escándalo intelectual, el de las revistas Vuelta y Nexos, por el Coloquio de Invierno. Así comienza la era de Rafael Tovar y de Teresa, un nacionalista en tiempos del liberalismo económico. El suyo es un empeño propio del caudillo, es un modelo de hacer política cultural que por ahora será catalogado como el más influyente en el sector público —y lo subrayo, en el ámbito público—. No más.
Tovar y de Teresa el transexenal: su influjo se extendió durante cinco mandatos presidenciales, por sí mismo y a través de muchos de sus colaboradores en diferentes posiciones oficiales: con Salinas de Gortari y Zedillo, con Vicente Fox —como embajador—, con Felipe Calderón —con su paso por las conmemoraciones del bicentenario— y con Enrique Peña Nieto, de nuevo en el Conaculta.
Al fallecer, Rafael Tovar y de Teresa terminó un periplo particular. Tanto su regreso al Conaculta en el gobierno peñista, como la creación de la Secretaría de Cultura en 2015, si bien se deben a su empuje e indiscutible perfil para los cargos, obedecieron también a bandazos de la política (a pesar de que en no pocas ocasiones negó la viabilidad de la Secretaría que ostentó).
Tovar y de Teresa fue marginal durante la campaña de Peña Nieto. En sus miras juzgaba que era momento de ser secretario de Estado —la de Turismo le atraía desde la presidencia de Zedillo y no pudo obtenerla—. Entonces impulsó en el juego sucesorio a María Cristina García Cepeda, quien tardíamente y con poca fortuna fungió como coordinadora en el equipo del candidato.
La oferta que llegó a Tovar y de Teresa ya cerca del anuncio del gabinete de Peña Nieto fue volver al Conaculta. La llegada de Emilio Chuayffet significó un encontronazo pues el secretario de Educación Pública tenía otros planes pero terminó por ceder a la orden presidencial. Fueron públicas, notorias y muchas veces gravísimas las disputas con el poderoso exgobernador mexiquense. Inteligentemente al fin, el titular del Conaculta pudo librar no solo a Chuayffet; creció en cercanía y relevancia con Aurelio Nuño. Una vez éste en la SEP, el resto es una crónica conocida.
En efecto, el pragmático Rafael Tovar y de Teresa es un digno representante de esa estirpe de funcionarios e intelectuales culturales cuya razón de ser está en fortalecer la intervención del Estado cultural a cualquier precio. Formó durante años amigos y subalternos, servidores públicos entre los cuales no hay un claro sucesor. Incluso fue a contrapelo del dinamismo mundial que cada día evidencia el daño que la sobreintervención y regulación estatales causa a los que viven y dan sentido al sector cultural.
Como constructor de instituciones, como generador de programas, como impulsor de inversiones públicas en infraestructura, como promotor de políticas culturales hacia los estados de la federación —al grado de hacerles replicar, en su momento, figuras como el propio Consejo y el FONCA—, como líder, como practicante de un poder centralizado en su persona, el también aspirante a escritor deja una estela de pendientes, algunos anteriores a sus 40 años de servicio público. Trabajó convencido de que al hacer política cultural se aplica la fórmula de éxito y fracaso, que en ella siempre habrá alguna porción del gasto público que no alcanza para lo que la intervención estatal genera, pero que, como sea, permite al gobierno cumplir sus funciones. En el sexenio de las reformas estructurales, Tovar y de Teresa se negó a la que le atañía, a la que era tan urgente como la reforma energética o de telecomunicaciones. Dijo no a la reforma cultural.
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Al no ser parte de una reforma profunda del sector, la Secretaría de Cultura que apenas dibujó Tovar y de Teresa carga con numerosos pendientes, además de los problemas sin resolver desde hace años. Por principio, y sin afán de presentar en orden de importancia este recuento, tenemos que la mudanza de una estructura administrativa dependiente de la SEP hacia la nueva entidad está lejos de consumarse. Esto se refleja en la composición del presupuesto que por primera vez asignó el Congreso al organismo, asunto tan grave como el recorte. También es visible en las relaciones laborales, desde los diversos grupos sindicales que crearon representaciones, pasando por la negociación de sus respectivos contratos colectivos, hasta el amplio componente de informalidad que priva en la Secretaría.
Aunque aprobado, el reglamento interno no tardará en dejar de ser funcional, lo cual implicará generar numerosos “parches” o de plano irse por la libre. Esto se relaciona directamente con el proyecto de Ley de Cultura, que por fortuna no fue presentado en este periodo de sesiones. Para destrabar ya sin Tovar y de Teresa este espinoso asunto —que incluye lo relativo a los derechos culturales— se ha conformado un grupo redactor, integrado por diferentes especialistas que, ojalá, puedan hacer esta tarea de forma armoniosa con el nuevo titular del ramo.
Por otra parte, la Secretaría tiene pendiente una verdadera reingeniería administrativa, de oficinas, funciones y personal. Por ahora solo tenemos una suerte de reajuste orgánico, pero lejos está de redimensionarse con relación a lo que se hacía en el Conaculta. En ese sentido, queda por resolver el hacer una nueva enmienda a la Ley Orgánica de la Administración Pública Federal, con el objetivo de integrar un mayor número de políticas transversales, y con el propósito de atraer funciones de otras dependencias —otra sería la suerte del Archivo General de la Nación y de la Ley de Archivos, si se hubiera negociado su paso a la naciente Secretaría de Cultura.
En esa perspectiva, los institutos de Bellas Artes y de Antropología e Historia arrastran severos problemas de organización, financiamiento, marco legal y atribuciones. En el caso del INBA, Rafael Tovar y de Teresa no pudo lograr uno de sus más ambiciosos objetivos: separar la educación artística para entregarla íntegramente al Centro Nacional de las Artes. Tampoco logró dar mejores condiciones a las compañías y grupos artísticos. En el caso del INAH, por años no ha podido conciliar un modelo de desarrollo acorde con la realidad del país. En ambos institutos, parecería que no hay marco legal ni dinero que alcance.
Al incesante apetito por crear instituciones y programas no ha correspondido el nutriente de una política económica para la política cultural. Es decir, la Secretaría de Cultura carece de un modelo y de un instrumental para responder a los retos que le impone su intervención en el mercado. Eso significa que no hay tampoco una visión de carácter sectorial. A su vez, no tiene resuelto el papel que deben jugar sus paraestatales —Canal 22, Educal, Centro Cultural Tijuana, Auditorio Nacional—, como tampoco tiene en sus planes atender la relación con los actores del sector cultural.
La relación de asuntos es amplia. El Fonca, por ejemplo, demanda una reestructuración de su mandato, pues lejos está de muchos de sus propósitos iniciales, como el ser un medio para procurar recursos privados. Su sistema asistencial entroniza un guiso clientelar cada vez más lejano de un sentido de pertinencia y de productividad para el desarrollo.
La relación con los gobiernos estatales y municipales se vislumbra complicadísima, ya que a las instituciones les retiraron un fondo fijo del que gozaron desde hace algunos años. Tal dependencia solo incrementará el centralismo, otra enfermedad al parecer incurable.
Para terminar, quizá era imposible pedirle al Conaculta y a la Secretaría de Cultura que ayudaran a mejorar la relación de la comunidad cultural con el presidente de la República. Quizá tampoco el nuevo jefe del despacho pueda lograrlo. Casi seguro será el borrón y cuenta nueva de diciembre de 2018 el que logre al fin impulsar la reforma cultural que el sector espera.
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Mi primer encuentro con Rafael Tovar y de Teresa fue en Monterrey. Corría 1989. Fuimos con mi jefe, Alejandro Ordorica, y con nuestro jefe, Víctor Flores Olea, a una reunión para dar a conocer las aspiraciones del Conaculta. Veníamos de la administración de Miguel de la Madrid, del Programa Cultural de las Fronteras de la Subsecretaría de Cultura. La última vez que lo vi fue en Mérida, en la apertura del Festival Internacional de la Cultura Maya el pasado 13 de octubre.
Lo recuerdo con esa esbeltez que lo caracterizó, en sus andares por la casona de la calle de Cracovia, en lo que fueron las oficinas de campaña de Salinas de Gortari y luego primer sede del Consejo. Con ese copete que le rebotaba en el rostro, de alrededor de 36 años, su presencia institucional era discreta.
Tras algunos años de trabajar bajo sus órdenes, de ser objeto de su generosidad, sostuvimos hasta mediados de 2013 una relación afable, de intercambio de ideas no siempre coincidentes, no pocas veces rudamente opuestas, lo cual nos llevó por rumbos distintos hasta el final de sus días. En la coincidencia por un tiempo y en la diferencia por otro tanto más de vida, le abrazo en donde esté por haber cumplido el papel que se propuso jugar en el devenir cultural de México.