La China Poblana viste colorido traje adornado con chaquiras, canutillos y lentejuelas en el que están representados los colores de la bandera nacional: verde, blanco y rojo. Dicha vestimenta es considerada la representación de las mujeres mexicanas por excelencia.
El atuendo consta de una blusa blanca de manga corta, escotada en el pecho, confeccionada en fino algodón bordado con diversos motivos vistosos, generalmente flores.
La falda es una saya larga de tela gruesa o “zagalejo” de paño, generalmente en color rojo oscuro, recamado de lentejuelas con dibujos geométricos y bordados al frente que reproducen los símbolos patrios: el águila devorando la serpiente posada en un nopal, o bien, el calendario azteca. Aunque en épocas más recientes lucen grecas, flores o imágenes religiosas; y los tonos han sido modificados al azul marino, negro, blanco, rosa mexicano o café.
Como remate, las féminas portan un rebozo de seda o “de bolita”, zapatillas, un peinado de largas trenzas adornado con moños tricolores o de colores, varios collares de cuentas, arracadas de oro y, ocasionalmente, un sombrero de charro.
Las cantantes de música ranchera del siglo XIX y las intérpretes de la canción bravía en el siglo XX vistieron con garbo el traje de China Poblana y lo estilizaron de acuerdo con el gusto de las diversas regiones del país y de cada época, lo que afianzó su uso, especialmente durante las fiestas patrias.
Acerca de su origen existe la anécdota histórica que fue diseñada por una mujer de nombre Catarina de San Juan, la cual aseguran que en el siglo XVII fue una princesa hindú llamada Mirra o Mirnha, quien nació en 1609 en la India, que se encontraba en guerra con un país vecino.
La leyenda dice que la mujer, perteneciente a la nobleza, ya que fue hija de un rey mogol, se encontraba tomando un baño en la playa cuando fue capturada por piratas portugueses que surcaban aquellas aguas para venderla como esclava.
De acuerdo a un escrito de Nicolás de León de 1921, en Filipinas la compró un mercader, quien luego la vendió a otro comerciante y éste la trajo a México en la Nao de Manila, en dicha embarcación, padres jesuitas la bautizaron como Catarina de San Juan.
El marqués de Gálvez, virrey de México, encargó al gobernador de Manila “la compra de esclavas de buen parecer y gracia para el ministerio de su palacio”. La princesa fue sigilosamente embarcada para la Nueva España en 1620.
Con ese nombre fue vendida como esclava en la Nueva España al rico comerciante poblano Miguel de Sosa, a quien le sirvió hasta dos años después de su muerte, ya que así lo decretó para que cuidara de su viuda.
En 1624 obtuvo su libertad, pero también con ello quedó en la calle. El Padre Pedro Suárez, amigo de la familia Sosa, la recogió y la convenció de casarse con su esclavo, un chino de nombre llamado Domingo Juárez, por esta razón a Catarina se le empezó a llamar “La China”.
Aseguran que consintió esposarse con la condición de no mantener vida conyugal para cumplir con su juramento de celibato.
Tal fue la nostalgia que Catarina de San Juan sentía por su patria, que decidió comprar telas de diversos colores y adornarlas con chaquiras, canutillos y lentejuelas a la usanza oriental, creando una simbiosis entre lo mexicano y lo árabe.
Catarina se hizo muy popular por su belleza y manera muy peculiar de vestir, lo cual otras mujeres empezaron a imitar y se mezcló con el estilo indígena, creando el traje típico que se conoce como traje de China Poblana.
Catarina de San Juan vivió hasta 1688, a los 82 años, en la humildad de la vida eclesiástica.
En el Convento de Santa Catalina logró fama de santa, aunque para detener esta adoración, la Santa Inquisición prohibió la reproducción de sus retratos.
Tras su muerte se le adjudicaron varios milagros (entre ellos el ver y hablar con la Virgen María y con el Niño Jesús) y una vida pía. En la Iglesia de la Compañía hay una lápida con los restos mortales de Catarina de San Juan.
AFM