Joy Laville vive en Jiutepec, Morelos, en una casa grande e iluminada, con un amplio jardín con árboles frondosos. En la sala hay cuadros de ella: mujeres desnudas con el cuerpo enorme y la cabeza pequeña, paisajes de colores suaves, entre los que predomina su favorito: el azul.
Joy cumplirá noventa años el día de mañana. Nació en la Isla de Wright el 8 de septiembre de 1923 y desde 1956 vive en México, donde ha obtenido varios premios, el más reciente el Nacional de Ciencias y Artes en el área de Bellas Artes, en 2012.
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En la conversación la acompaña su perra Mila, que “parece labrador pero es callejera”, comenta con una sonrisa. Era una perra maltratada que ahora —dice Joy— se ha convertido en la jefa de la casa.
Joy habla despacio, en ocasiones hace una pausa y se explica en inglés; sus ideas son claras y con frecuencia acude a la ironía, a un humor sutil, tan delicado como ella. Ni siquiera cuando habla de su esposo, Jorge Ibargüengoitia, muerto hace casi treinta años en un accidente de aviación en Madrid, se pone triste. Quizá porque lo recuerda siempre, o porque el diálogo entre ellos jamás se ha interrumpido.
—¿Cómo se siente?, ¿cómo va a celebrar su cumpleaños?
Estoy orgullosa de cumplir noventa años, es una suerte que no todos tienen. Tal vez tenga alguna celebración con mis amigos, aunque no en mi casa.
—¿Por qué?
Me gusta mucho ver a mis amigos, pero soy un poco rígida en mi rutina y entonces casi nunca invito a nadie. Cuando Jorge vivía tampoco teníamos una gran vida social, pero a veces, los domingos, llegaban nuestros amigos a comer. Él era un cocinero magnífico.
—¿Usted no?
No.
—¿Cuál era la especialidad de él?
La paella. Jorge se ponía muy contento cuando cocinaba y hacía prácticamente todo; yo lo ayudaba con algunos trabajos modestos, humildes, como limpiar la cocina o lavar los vasos y los platos.
—¿Qué recuerda de su infancia?
Disfrutaba las cosas; me acuerdo de ciertos lugares, de alguna gente, de la familia. Pasé mi infancia y juventud bastante a gusto.
—¿Era feliz?
Sí… bueno, más o menos. En la juventud uno no es completamente feliz porque hay cosas que no se pueden hacer, pero digamos que sí tuve una vida cómoda.
—¿Por qué salió de Europa?
Era el final de la Segunda Guerra Mundial. En Inglaterra, donde pasé esos años, había racionamiento y era necesario usar cupones para todo. No tuve una adolescencia normal, nadie podría haberla tenido en medio de la guerra.
Cuando me casé y me fui a Canadá, sentí la emoción de algo diferente, bonito, distinto.
—¿Una especie de aventura?
Sí.
—Vivió diez años ahí.
Estuve siempre en el oeste de Canadá, en British Columbia. Hay lugares maravillosos, de belleza imponente. Al principio todo fue muy excitante, pero después ya no tanto.
—¿Por qué decide salir de Canadá?
No estaba contenta con mi vida, con mi matrimonio. Me quedé diez años hasta que finalmente dije: “¡Bueno, ya!”
—¿Por qué vino a México?
Para mí era un país completamente desconocido, lo imaginaba un lugar exótico, fascinante. Pero había también una razón práctica: en ese entonces, vivir en México era más económico que en otros lugares. Cuando lo conocí, me dieron ganas de quedarme; siempre he estado muy contenta aquí.
—Cuando llegó se fue a San Miguel de Allende, ¿por qué?
Porque vine con mi hijo Trevor, que tenía cinco años de edad. Entonces, no quería vivir en una ciudad. Cuando todavía estaba en Canadá le escribí al cónsul inglés en Vancouver preguntándole por un lugar tranquilo y me sugirió San Miguel de Allende, donde además había una escuela (el Instituto Allende) donde yo podía estudiar pintura, algo que deseaba desde niña.
—¿Le gustó San Miguel?
Era muy bonito. Llegué en 1956, era un pueblo agradable, pequeño. Mi hijo y yo estuvimos muy contentos ahí.
—Consiguió trabajo en una librería…
Al principio estudié, pero como no tenía suficiente dinero entré a trabajar a una librería. Vendía pequeñas obras de arte… La vida era muy bonita en esa época. Ahí conocí a Jorge, en 1963 o 64.
—¿Cómo fue?
Él estaba dando un curso de verano a estudiantes mexicanos en la ciudad de Guanajuato, y un día llegó a la librería El Colibrí, donde yo trabajaba, con una lista de libros que necesitaba. No los teníamos y había que pedirlos a los editores, todo el proceso era muy lento… no recuerdo bien.
Esa vez me dejó la lista y tomamos un café. Regresó a la Ciudad de México, y creo que me mandó una carta o me habló por teléfono para preguntarme por sus libros, porque no volví a verlo hasta el año siguiente, cuando fue a San Miguel a dar otro curso. Y bueno, fue entonces cuando nos conocimos mejor.
—En el texto “Mujer pintando en cuarto azul”, él recuerda su primer encuentro con usted. También habla de un bolso donde usted guarda y pierde innumerables cosas. ¿Lo conserva?
Sí, todavía.
—¿Qué contiene?
No lo sé, es un misterio. Pero el título del texto que menciona le gustó a un amigo mío muy cercano, Mario Lavista. Él escribió una composición con ese nombre, está ahí, en el piano, pero es demasiado difícil para que yo la toque.
—Ibargüengoitia menciona que usted toca el chelo y la flauta.
La música me gusta muchísimo. Cuando vivía en San Miguel de Allende tocaba el chelo, pero no lo hacía bien, tenía un tono desagradable. Tocaba también la flauta dulce, y no lo hacía nada mal, al contrario, muy bien. Pero hace tiempo que no toco nada.
—¿Ni el piano?
A veces toco algo, pero como tampoco lo hago bien prefiero escuchar.
—¿Qué tipo de música le gusta?
La música popular, se me olvidan los nombres de los grupos, pero me gusta la música popular; no tanto la ranchera, aunque tal vez algo, pero a cierta distancia.
—¿Su estudio es un lugar solo reservado para usted?
No exactamente, pero no me gusta pintar si hay alguien más. Me gusta estar sola en el estudio, a veces nada más acompañada por mi perra Mila; ella puede andar y meterse en donde quiera, es la boss.
—¿Qué piensa cuando está en el estudio?
Normalmente en el cuadro en el que estoy trabajando, tratando de resolverlo. No pinto varios cuadros al mismo tiempo, como muchos pintores, me concentro en uno. A veces regreso a cuadros que ya están terminados en los que hay algo que no me gusta y quiero hacerles cambios. Cuadros de hace un año o más…
—Ibargüengoitia escribe de la manera como va transformando sus cuadros, cambiándolos…
Antes cambiaba incluso el sujeto del cuadro, pero ahora no; lucho con el que empiezo.
—¿A qué hora pinta?
Pinto solamente en la mañana, tres o cuatro horas. Luego me siento, miro lo que he hecho y el resto del día me dedico a otras cosas. Hago mi comida, bueno, caliento la que han dejado, y en la tarde tomo una siesta larguísima en este sofá que una amiga me regaló.
—¿Se sigue tomando su tequila?
Sí. Antes de comer, sin fallar, es de rigueur.
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—¿Qué tequila le gusta?
El Herradura Antiguo, me gusta reposado, o blanco incluso, pero no añejo. El añejo no.
—¿Por qué los desnudos en sus cuadros?
A veces pongo vestidos… Me gusta el cuerpo, sobre todo el de la mujer. No todos los cuerpos, por supuesto, pero visualmente me gusta el cuerpo de la mujer.
—Mujeres extrañas muchas veces…
Pues sí. Cuando pinto, le hago alteraciones al cuerpo. Por ejemplo, esa señora (señala una pintura que está en la pared) sería como de dos metros de altura y es microcéfala, como muchos otros de mis personajes. Pero así me gustan.
—Dice Enrique Krauze que sus cuadros están hechos de recuerdos, de sueños.
Bueno, no invento, cambio cosas que conozco, pero todos los pintores hacemos eso.
—Cuando se para frente al lienzo en blanco, ¿ya tiene resuelto lo que va a pintar?
No, nada está resuelto. Antes de comenzar un cuadro, me siento y miro —y no siempre en el estudio frente a la tela. Como en cualquier cosa que haces, siempre estás pensando en ella, imaginando, recordando.
—Hay quienes dicen que Roger von Gunten fue su maestro.
Hace muchísimos años, a finales de los años cincuenta, vivimos juntos. Aprendí muchísimo de él, de su manera de pintar, pero no es mi maestro.
—¿Qué aprendió de él?
No sé… Al principio estuve muy influenciada por su pintura, es natural, es un pintor espléndido, pero creo que yo encontré mi manera particular para expresarme.
—Sus cuadros son inconfundibles.
Eso me gusta. Nunca tomé clases oficialmente con Roger, pero aprendí muchísimo de él. Cuando lo conocí ya era un pintor que, como se dice, sabía a dónde quería ir.
—¿Frecuenta a otros pintores?
Conozco a muchos que me caen bien, pero no soy parte de un círculo ni nada de eso. No tengo gran interés en meterme cosas, tengo unos pocos amigos a los que quiero mucho, pero estoy bien aquí.
—¿Le gusta estar sola?
¡Uy, sí!
—¿Qué sigue en su carrera?
No sé, sigo pintando. He pintado reiterativamente a una mujer en un sofá, pero cada vez es diferente. Trato de no hacer trampa, de ser auténtica, de no repetirme aunque el tema, en ocasiones, sea el mismo: una mujer en un sofá. No quiero ser falsa.
—¿Y en su vida?
Todavía tengo muchas cosas que hacer. Ahora he bajado bastante físicamente, no puedo viajar tanto como lo hacía antes, pero me gusta como vivo… Tal vez esto suene complaciente, tal vez lo es, pero me gusta.
—¿No tiene molestias?
A veces surgen algunas, pero yo me siento tranquila.
—¿Disfruta cada día?
Sí, no quiero morir, en serio.
Recuerdo de Jorge Ibargüengoitia
La entrevista con Joy Laville fue concebida para celebrar sus noventa años y hablar de ella, de su vida, de su trabajo. Sin embargo, inevitablemente, en varios momentos surgió el nombre de Jorge Ibargüengoitia, con el que se casó el 16 de enero de 1973 en Cuautla, Morelos, y quien murió en un accidente de aviación el 27 de noviembre de 1983, en Madrid. Sobre este suceso ella recuerda:
Estábamos viviendo en París cuando Jorge recibió una invitación para ir a Bogotá. Al principio, iba a acompañarlo pero luego decidimos que no. No valía la pena gastar tanto en el pasaje para estar unos diez días, porque después teníamos planeado pasar algunos meses en Colombia.
Cuando el avión de Jorge se accidentó en Madrid, la compañía Aviacsa nunca me habló, la que me dio la noticia fue su agente, Carmen Bacells.
No quiero decir cómo me afectó su muerte, porque sonaría un poco como una revista de señoras de mediana edad. Pero necesité varios años para digerir la noticia, para aceptar que ya no estaba vivo.
Ahora, muchas veces pienso que Jorge todavía está conmigo. Eso suena cursi, lo sé, pero está conmigo; no a diario, no cada minuto, pero lo está. Uno dice estas cosas y suena horrible, suena cursi, pero así es.
Me quedé en París y durante mucho tiempo no pinté. No me acuerdo cuánto, pero durante meses no quise pintar, francamente no quería hacer nada. Pero bueno, uno se acostumbra; nunca sabes cuándo el dolor comienza a ceder. Uno nunca olvida, pero se acostumbra a las ausencias.
ASS|LD